Vulnerable (o asimilar el golpe).


Hacía mucho no me caía, menos así de duro. Ocurrió hace un mes, pero tardé en escribir del episodio casi tanto como en levantarme. Nunca me había pasado que no quisiera ponerme de vuelta en pie enseguida. Por lo general, con los tropezones, la vergüenza nos alza aprisa, casi ipso facto. Mientras menos gente te descubra embarrado al suelo, mejor. Primero la dignidad que sobarse con cara de dolor.

Estábamos de vacaciones y salí a correr con mi mujer. Íbamos a cruzar de la zona hotelera de Huatulco a la carretera que lleva al aeropuerto, un camino muy agradable a pesar del calor. Otro turista, aparentemente canadiense o de Estados Unidos, venía corriendo en contrasentido. Levanté la mano para saludarlo, me devolvió la cortesía y, acto seguido, ¡bajan!

Tropecé con un bordillo de la banqueta que no alcancé a ver, di varios pasos trompicados y esta vez no alcancé a equilibrarme, como sí lo conseguía en sus buenas épocas el astro del futbol, Maradona, con todo y las zancadillas de sus rivales. En un instante estaba yo abajo, sacudido por el impacto. Caí como un costal de papas, soné parecido. No entiendo cómo es que alcancé a meter las manos, pues todo ocurrió en una fracción de segundo, aunque por la inercia rodé luego sobre mi hombro izquierdo. Es sorprendente el cuerpo, su capacidad para reaccionar y protegerse sin siquiera pensarlo.

Maradona no se cae

Acabé con las palmas ensangrentadas de los raspones, que ahora parecen manchones en mi mapamundi epidérmico (espero que si se borró algún trayecto o acontecimiento del futuro, haya sido el menos grato, ¿será posible borrar así caminos o situaciones por venir?). El corredor detuvo su marcha y regresó a ayudarme, quiso ponerme en pie pero le di las gracias e instintiva y tajantemente le dije que no. Espero no haya pensado que fui grosero, pero no podía pararme en ese momento. Fue como si con el golpe mi energía se hubiera desperdigado por la acera y requiriera de unos minutos para volver a reunirla y rehacerme de ella.

Palma de mano raspada

Sentí, por primera vez, una extraña necesidad de asimilar el golpe, de asumir mi colisión contra el pavimento, de comprender que el honor es menos importante que la aceptación y que incluso a mí podía sucederme. Ahí, sin verme, me contemplé tirado en el piso, sin justificaciones y absolutamente vulnerable.

Pasado un rato, mi esposa me ayudó ahora así a levantar, giré el cuello a izquierda y derecha y eché atrás los hombros mientras estiraba la espalda para asegurarme que estaba completo. «Estoy bien», le dije y, con el “¿por qué?” en la cabeza, retomé el paso.

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Columna publicada en el periódico El Universal.


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