Las albercas de mi vida.


Por ahí de quinto de primaria me volví un experto en excusas y justificantes médicos. Me inventaba lo que fuera con tal de no nadar en la escuela a las 8:00 a.m. Teníamos una alberca gigante que me parecía más grande que olímpica y me llevaba una eternidad cruzarla de extremo a extremo. Odiaba la clase de natación más que la de catecismo, pero mi doctor era bastante condescendiente y con mi palabra le bastaba para extenderme una de sus hojitas de recetas con el diagnóstico de laringitis y aquella bella frase con que solía cerrar: “Evitar actividades físicas, especialmente natación, hasta nuevo aviso”.

No conforme, una vez se levantó de su silla a media consulta para preguntarle no sé qué a su secretaria y me atreví a arrancar de tajo un bonche de hojas de su bloc. Me sirvieron para librarme de varios exámenes que tocaban cada final de mes. No podía con el frío ni con la distancia que invariablemente me sacaba Pedro Rodríguez Fierro, el Michael Phelps de nuestra generación. Conforme más atrás llegabas de él, más bajaba tu calificación.

El sábado que salí otra vez en la bici a Ciudad Universitaria, pues sigo mal del pie izquierdo y aún no puedo correr, pasé frente a la espectacular Alberca Olímpica Universitaria y, conforme contemplaba sus impolutas aguas turquesas, elegantemente vestidas por sus miles de mosaicos y azulejos, no pude evitar sumergirme en las memorias de la piscina de mi colegio y de otras albercas de mi vida.

Alberca Olímpica Universitaria, Ciudad Universitaria, CDMX

En mi infancia todavía no existía la Acuática Nelson Vargas, pero mi madre me llevó a aprender a otra que se le parecería, y tampoco me gustaba ir ahí. Destetaba los vestidores —me acuerdo—, salir con mi batita, mis goggles, la tablita y el olor a cloro. Yo siempre he sido un tipo más de chapoteo, de flotar de muertito, de disfrutar del rayo del sol en el camastro con una cerveza o, con un poco más de suerte, con una margarita.

A lo lejos, desde la calle y abordo de mi bicicleta, alcancé a contar fácilmente unos 80 niños que tomaban clases en el agua del impresionante conjunto deportivo de la UNAM, integrado por la alberca olímpica de competencia y la de entrenamiento, el chapoteadero, la torre y la poza de clavados en cuyo fondo bailotea sagaz el legendario puma, el palco de los jueces, las gradas y una grandeza que se admira a simple vista pero que yo no cambio por las albercas donde sí he sido feliz: las del recreo, la de la casa a la que nos mudamos con mis papás a mis 18 años y donde salí a flote de tantas resacas, la de descanso de mis suegros en la que mis hijos tanto jugaron, la misma en la que él recuperó la salud. Las de algunos fines de semana y las de los viajes, las de las escapadas románticas de la juventud, cuando con las yemas de los dedos se recorre el filo de novedosas columnas vertebrales que crecen como líneas infinitas en las lagunas de los recuerdos.

Las albercas de las escapadas

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Columna publicada en el periódico El Universal: Las albercas de mi vida


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