La cita de la humanidad.


Tuvieron que pasar cinco años, y no los cuatro de costumbre, para que la humanidad se reencontrara de nuevo en los Juegos Olímpicos. Pero esta vez no ha sido como en aquel maravilloso anuncio que Alejandro Gonzalez Iñárritu dirigió para Procter & Gamble en Londres 2012: las mamás y los papás no pudieron estar presentes con sus hijos, la pandemia impidió que acompañaran en su máxima gesta a sus grandísimos atletas, esos a los que hace no mucho llevaban a diario a sus entrenamientos, cuando niños. 

 

Los comunicadores nos hemos hecho conscientes de que la mejor publicidad es la que apela a las emociones. Por eso la recordamos, porque nos llena de sentimientos, y no por destacar los atributos de un producto. Lo mismo ocurre con el cine, las películas más memorables son las que nos hacen llorar. Quien no se jacte de ser un crítico del séptimo arte probablemente coincidirá conmigo en que, a pesar del plano secuencia, de la técnica de filmación y del Óscar de Birdman, 21 gramos (escrita por Guillermo Arriaga) es una historia mucho más conmovedora.

«Dicen que todos perdemos 21 gramos de peso en el momento exacto de nuestra muerte. 21 gramos, el peso de cinco monedas de un centavo de dólar juntas; el peso de un colibrí; una barra de chocolate. ¿Cuánto pesan 21 gramos?», concluye Paul Rivers (Sean Penn) al final de la cinta en su lecho de muerte, haciendo alusión al peso del alma que abandona el cuerpo de una persona en el preciso instante de su última exhalación. 

Es un final inolvidable, tanto como varios de los finales que hemos atestiguado recientemente en un Tokio 2020 que en realidad es 2021, un entretiempo en el que no es casualidad que lo más grandioso de todo estén siendo los abrazos. A pesar de que —con razón y justificaciones de sobra— mucha gente cuestionaba y se oponía a la celebración de estos Juegos, hoy queda claro que necesitábamos esta justa, de la que más que acordarnos de los récords, las medallas o la tabla de posiciones, recordaremos la fraternidad, el acercamiento y las celebraciones compartidas entre supuestos contrincantes.

El catarí y el italiano que vencieron juntos a la soberbia y el ego y declinaron continuar la batalla para mejor empatar. No para dividir el oro, sino para multiplicarlo. La española que obtuvo el tercer lugar en salto triple y festejó como propio el récord del mundo impuesto por la venezolana que finalizó primera. 

 

El de Botswana, favorito en los 800 metros, quien luego de ser trompicado por el corredor de los Estados Unidos prefirió estrecharle la mano que reprocharle o inculparlo. Sifan Hassan, la holandesa de origen etíope que se levantó de una caída y ganó su hit, y sus competidoras que le aplaudieron. 

Esas serán nuestras memorias, eso es lo que permanecerá, esos choques de manos, las sonrisas, las lágrimas, el consuelo, las miradas que se alzaron agradecidas al cielo y aquellas que decaídas apuntaron con frustración al tartán, pues esta película —así como la vida misma— se compone de escenas triunfales y descalabros. Sí, las puertas del Olimpo no se abren para todos, pero tampoco cualquiera cierra en este escenario un capítulo de su vida con una ovación de sus colegas tras dar su último salto desde un trampolín de tres metros. Nunca me había tocado ver que en plena final olímpica se hiciera una pausa para decirle adiós a un atleta. 

El tenaz clavadista yucateco, Romel Pacheco Marrufo, participó en cuatro ediciones de los Juegos Olímpicos (Atenas 2004, Beijing 2008, Río 2016 y Tokio 2020). A pesar de su entrega, calidad, disciplina y profesionalismo, en ninguna logró subir al podio. Sin embargo, la noche del 3 de agosto de 2021 permanecerá intacta en sus recuerdos para siempre. Al salir por última vez del agua de una fosa de clavados, el gremio de los mejores clavadistas del mundo interrumpió la competencia para aplaudirle al mexicano y reconocerlo como a un triunfador. Otro final inolvidable. 

Para quienes nos frustramos y criticamos que los atletas de nuestros países no alcancen la gloria con una medalla, a lo mejor deberíamos comenzar a ver las cosas desde otra perspectiva, con otros lentes, quizá con unos parecidos a los de Tonatiu López, un corredor todo pundonor que al igual que Alexa Moreno y cientos de deportistas se han abierto camino solos ante la falta de atención y apoyo de nuestros gobiernos latinoamericanos, tan campeones en los discursos. 

Después de tantos cuartos, quintos y sextos lugares, yo mismo me he preguntado varias veces cuándo veremos los mexicanos levantar los brazos a un compatriota en lo más alto. Pero ellos han dado su máximo, no hay nada que reprocharles. Al contrario, más bien hay que ayudarlos a levantarse como a los atletas que han sufrido caídas en sus competiciones, porque cuando ellos caen, caemos juntos, y necesitamos volver a ponernos de pie y seguir. 

Además, estas Olimpiadas han ido mucho más allá de las nacionalidades, pues, otra vez, se han tratado de una cita de la humanidad, de un reencuentro entre mujeres y hombres universales que padecieron de lejanía y que han vuelto a acercarse, y eso es lo importante y lo que recordaremos. La nacionalidad —la verdadera nacionalidad—, no se elige, y la humanidad sí. Y eso es lo que han hecho precisamente estos atletas, ser humanos por encima de atletas y de geografías. 

Nos queda la esperanza, nos queda París y la ilusión de brillar en la Ciudad de la Luz. Ahí, estoy seguro, veremos resplandecer a Alegna González y al carismático Tona, el Buddy Holly del atletismo mexicano con sus anteojos de pasta negra, esos que no se quita para correr porque dice que no ve, pero que yo estoy seguro que es también porque tan sólo pesan 21 gramos.  

Estoy en TwitterFB e IG como @FJKoloffon. Y trabajo en La Novelería y en Koloffon Eureka.

Columna publicada en el periódico El Universal.


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