Esta es una historia real (muy real) para adultos. Si eres todavía un niño pequeño no puedes leerla. Si no, Santa Claus podría no traerte regalos. No es broma.
La pandemia vino a trastornar muchas situaciones y cosas, y a cambiar a las personas de distintas maneras. Puede sonar banal, pero entre todos estos desajustes, algo que pasó es que muchos niños que se supone dejarían de creer este año en Santa Claus, a unos días del arranque de diciembre están impacientes por mandar sus cartas al Polo Norte. Sus amigos de la escuela que padecieron antes la desilusión, no tuvieron oportunidad de desencantarlos. Zoom no da mucho espacio aún a revelaciones de tal envergadura, esas que solían hacerse entre cuchicheos, en persona, en los pasillos de los colegios.
Pero existen los hermanos, así que tampoco es que el mito haya encontrado una vacuna. A estas alturas, mi esposa y yo pensamos que Paula, la de en medio, libraría el año con la feliz idea de que los regalos aparecen por arte de magia bajo el árbol los 25 de diciembre. Sin embargo, el 2020 no perdona casi a nadie: el fin de semana, su hermana grande se distrajo y con total naturalidad empezó a platicar con ella como si ya supiera todo.
A sus 12 años, Paula está llena de ilusiones y amor, es fantasiosa e increíblemente generosa. Para alguien así, no es raro que exista un absurdo ser bonachón todopoderoso lleno de sorpresas para (casi) todos (o para algunos afortunados, mejor sea dicho). Así que la noticia le supuso, más allá de una tristeza enorme, un golpe profundo. Recuerdo cuando yo me enteré, no me interesó llevar más la cuenta de los días en el calendario. Para qué diablos. Durante varias semanas, mi mundo perdió el sentido. A partir de entonces me dio igual si los meses pasaban rápido o no.
Sin decirle nada a su hermana —quien ni se inmutó—, corrió a toda velocidad y entró a nuestro cuarto con los ojos decepcionados, rojos y aguados. Se nos quedó mirando fijamente a su mamá y a mí con cara de “Ustedes no serían capaces de hacerme esto. No pueden haberme engañado durante tanto tiempo, ¿verdad?”.
Acabar de romperle la ilusión a un niño es muy cruel. Es como arrancarle los últimos pedacitos de esa esperanza de que quizá todo sea un malentendido, una confusión o una pesadilla; de que al despertar los 25 de diciembre siempre aparecerán regalos; de que la vida es lo que nos contaron de niños; de que todo es posible; de que existe la magia.
Se soltó a llorar, a llorar enserio, con el alma, desde esa inocencia temerosa de no volver a final de cada año, ni nunca. Sollozaba. La abrazábamos, le explicábamos. La besé en la cabeza, la frente y en las mejillas saladas y húmedas. No entendía. No quería saber más, no decía nada. Solo nos preguntó si podía dormir con nosotros.
Pasaron unos quince minutos de que apagamos las luces. Yo, atado a su mano, me quedé pensando. Su mamá ya dormía, la delataba esa respiración a través de la que transmitamos al sueño. Pensé que Paula había ya también caído, estaba completamente quieta, pero al poco rato alcanzó a decir con la voz ya muy bajita:
—Gracias.
—¿De qué, Pau?
—De todos los regalos que me han dado.
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