Mierda.


 No se preocupen, ni se alegren; no me pasó nada. O, bueno, me pasó todo.

Para un actor cuasifrustrado —porque si soy sincero debo decir que guardo la misteriosa esperanza de un día aparecer en la pantalla grande y sorprender a propios y extraños en alguna entrega de premios con un discurso tan emotivo como el de Forrest Whitaker cuando ganó el Óscar a mejor actor—, el materializar a través de sus hijas ese sueño de salir al escenario y ser ovacionado al final de la obra, es incluso más cautivador que el sueño mismo.

Los hijos son una extensión de uno, un puente que te reconecta con la esencia, con todo lo que vas olvidando conforme creces hasta convertirte en un adulto que acaba por creer exclusivamente en lo que se ve y se palpa. Los niños, en cambio, se rinden a lo que sienten, porque en su mundo todo es posible, cualquier cosa, lo que imaginen. Incluso, a lo invisible, le llaman magia. En su universo el oxígeno se compone de posibilidades, se respira la mejor sensación y no existe obstáculo ni barrera alguna que los aparte de ellos mismos y de sus deseos. La inocencia de los niños es tan poderosa que más bien se trata de la sabiduría misma.

Hace dos meses y medio aproximadamente, tuve una oportunidad de esas que contadas veces se presentan en la vida: frente a mí se abrió un portal a otra dimensión. Mis hijas, sin dudarlo, le dieron vuelta a la perilla de esa puerta que según yo estaba cerrada con llave y que recurrentemente había tocado con los nudillos de mi mano derecha en mis fantasías.

Toda la familia la cruzamos juntos y entramos, en un pestañeo, en uno de esos mundos desconocidos que a simple vista parecen tan lejanos para nosotros, los mayores. Ya del otro lado comprobé que a veces sólo basta sobrepasar la barrera de los pensamientos y mirar un poco más allá, mero ahí donde se contempla esa costura del horizonte que resguarda tantos sueños, para traspasar a ese lugar recóndito que llevas tanto tiempo construyendo en tu mente.

Así fue como accedimos a una nueva realidad que no me deja de maravillar y en la que constato día a día desde que puse los dos pies aquí, que todo es posible y que de pronto un universo tan insólito puede convertirse en uno tan habitual, lleno de personajes entrañables que antes parecían tan estrafalarios y que se han convertido, de una u otra manera, en una especie de nueva familia, pues el elenco completo de Annie el musical y quienes viven tras bambalinas, los responsables de la luz, los encargados del sonido, los productores, directores y todo el equipo, son ahora un grupo con una causa común: que le vaya bien a cada uno para que le vaya bien a todos.

Es sólo una obra de teatro, pero por lo menos a mí, que la siento tan propia, cada que me siento en las butacas de ese teatro tan deslumbrante que es el Teatro Insurgentes, me transforma. Cuando veo la escena del presidente Roosevelt hablando del cambio de visión que requiere su país y el mensaje de esperanza transmitido a lo largo de la puesta, me repito para mis adentros que tendríamos que invitar un día en primera fila a varios gobernantes de este México que hoy más que nunca necesita confiar en que, con buena voluntad, intenciones afines y acciones contundentes, la vida puede ser una secuencia de sucesos extraordinarios más que una ola de malas noticias. Cada función, mientras sigo atento con la mirada los pasos y las coreografías de mis hijas, resurge en mí ese optimismo que despiertan los niños —sobre todo los propios—y, también, los adultos que todavía creen en lo que no se ve: en los sentimientos y las posibilidades.

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Descubrir a un hijo tuyo bajo un reflector, ante tantas miradas, tan cerca del borde del escenario, o parado en la orilla de una mesa de tan espectacular escenografía, te hace querer ir a cuidarlo, a prevenirlo, a escalar hasta el escenario para ayudarle a sostener la voz y a alcanzar notas tan altas como la montaña más peligrosa del mundo. Sin embargo, para que un hijo sea realmente grande tiene que crecer, de cierta manera, solo.

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Hoy tengo, más que la fortuna, la bendición de ver como las mías se expanden cada que están ahí arriba, con los brazos abiertos al cielo, sus miradas con rumbo y sus pies plantados con firmeza en sus anhelos. Y es en medio de esos reveladores momentos cuando pienso que los hijos son una extensión de uno que te reconecta con el origen y con el fin último de tu vida. Entonces me digo para mis adentros: “haz lo amas, dedícate a lo que viniste y permite que tus sueños se siembren en ti cuando algo te cimbre profundamente. Sigue su ejemplo”, me repito y enseguida les deseo “mucha mierda”.

En el argot del teatro se dice “mucha mierda” para desear lo mejor a los actores y a la producción. Antes, cuando no existían los coches, sino los carruajes tirados por caballos, el hecho de que las calles aledañas a un teatro estuvieran llenas de su excremento sólo significaba una cosa: éxito.

Algo bueno de los adultos es que con los años comprendes que lo más grande que vas a hacer en la vida no es necesariamente algo, sino a alguien.

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(Los papás de las huérfanas; o sea, no somos nadie)

Mierda was originally published on FJ KOLOFFON

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