Los primeros 42.195 kilómetros de mi vida.


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Y llegó el día. Luego de tantos entrenamientos y desmañanadas, tras varias pruebas de preparación, cientos de kilómetros recorridos y una semana de dieta intensiva, el 25 de agosto pasado corrí finalmente mi primer maratón, el de la Ciudad de México, ciudad en la que nací y donde he vivido siempre. No pudo haber sido en otro sitio, yo quería empezar aquí esta carrera que quizás me llevará más lejos del Estadio Olímpico Universitario.

La alarma del celular me despertó a las 5:15 AM, mi preocupación de que no sonara sólo desapareció hasta que la escuché. Dice mi esposa que soy demasiado aprensivo, pero la verdad es que van un par de veces que el tal iPhone no suena y me quedo dormido. Por nada del mundo quería llegar tarde.

El taxi tocó el timbre casi treinta minutos después de la hora a la que lo pedí desde la noche antes, pero llegué a tiempo. A las 6:50 AM me bajé todavía a oscuras en las calles del centro histórico, a unos pasos de Eje Central, por que ese y los demás accesos al Hemiciclo a Juárez estaban ya cerrados por policías. Cinco minutos antes habían salido los participantes en silla de ruedas.

A las 7:00 AM empecé a estirar y justo en ese instante comenzó la cuenta regresiva para el bloque de las mujeres. Entonces los hombres nos preparamos y cerca de las 7:15 avanzamos a la línea de salida. Encendí mi iPod para alistar el cronómetro y acto seguido cerré bien la bolsa de mis shorts, en la que guardé tres Gu para consumir uno cada diez kilómetros. Aparte de eso sólo cargaba conmigo el número 9537 que aseguré al frente de la camiseta que diseñé especialmente para correr los primeros 42.195 kilómetros de mi vida.

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Entonar el himno que tocó la banda de la Secretaría de Marina supuso mi primer suspiro de la mañana y la consecuente espiración de sentimientos que sirve para darle un poco de aire al llanto y postergarlo. De por sí, escuchar las notas de tu himno es emotivo, ahora, en un evento donde participas, resulta reconciliador. Aparte, llevaba un par de semanas muy sensible, tanto que en la oficina y el coche imaginaba escenas mías en pleno maratón y los ojos se me aguadaban.

Al cruzar la línea de inicio me sentía bien a pesar de lo mal que había dormido, pues en la semana me desvelé tontamente y el viernes que intenté acostarme temprano no faltó que Lorenzo se despertó a media noche porque quería leche, Regina de madrugada porque tenía frío y al rato Paula porque soñó feo. Total que no hilé ni dos horas seguidas de sueño y apenas dormí, si acaso, cuatro. Él sábado ni siquiera tres. Pero bueno, traía buena energía, el simple hecho de intercambiar saludos y buenos deseos con gente que no conozco me revitaliza. El ambiente era propenso para sentirse así.

“¡Arriba México, arriba México!” escuché gritar con fuerza a voluntarios y familiares de algunos corredores en cuanto pisé Reforma rumbo a Tlatelolco. Contagiado de su ánimo, lleno de emociones y de esa sensación de que todo es posible que suele invadirme al correr, de inmediato sonó mi voz en off:

Arriba México: es momento de levantarnos, de pararnos de la cama, del sillón de la tele, de los escritorios que nos entristecen y nos vuelven infelices, de las sillas duras desde las que escuchamos discursos estúpidos que de nada sirven. Es hora de que nos levantemos, de alzar los brazos y estirarnos para desentumir los sueños y los músculos. Es tiempo de luchar contra nosotros mismos, contra lo aparente e incluso contra el destino, por lo nuestro, por aquello que nos hace no sólo mejores, sino únicos. Arriba, enfrentémonos al espejo y posteriormente al mundo, mostrémosle nuestro auténtico rostro y nuestros anhelos más profundos, presentémonos como realmente somos para que de verdad nos conozcan y nos respeten, usemos nuestras manos, nuestros puños y toda nuestra fuerza para sobresalir, para supervivir, que ya suficiente gente nada más sobrevive. Dediquémonos a lo que nos enaltece, vivamos en un estado de elevación. Arriba tú, arriba yo y arriba México. 

Así me sucede cuando corro, soy todo furor. Me inspiro, digamos. Y no soy el único, recién un amigo corredor de maratones, ironmans, ultramaratones y carreras a campo traviesa de hasta cien millas, me dijo que correr transforma vidas, por ejemplo la suya, o la de las personas que entrena. Y es que correr te incita a escapar de donde no estás a gusto. Él, una mañana que corría en el Bosque de Tlalpan, me cuenta que decidió, tal cual, hacer corte de caja a su vida e irse a vivir con su esposa a Oceanía. Hoy es feliz allá y además de correr diario en la naturaleza, acaba de renunciar a un trabajo que había conseguido; ahora vende salsas picantes mexicanas en más de setenta tiendas en Australia, mismas que en un principio elaboraba y embotellaba en su cocina: “Ranchero”.

Como ya me es costumbre, los primeros kilómetros los dediqué a repasar internamente mis instrucciones de reconexión para volver a mí. Es cuando consigo unificar el cuerpo, el alma, la mente y el espíritu, que en la vida cotidiana con facilidad se me dispersan. Por eso mientras corro estoy completo, soy de nuevo uno, presente en cada una de mis dimensiones. Sé a dónde voy y, sobre todo, a dónde quiero ir. Y confío en llegar allá.

Inmerso en el silencio y una vez en sintonía conmigo, dediqué varios minutos a mi familia, pedí por ellos, di gracias de tenerlos y por lo generosa que es con nosotros la vida. Mi cuerpo mantenía un ritmo consistente y mi alma se enorgullecía de mí, mi mente me transportaba y mi espíritu, saciado con las primeras gotas de sudor, sonreía.  

En un instante iba en el kilómetro cinco y del otro lado de la avenida los hombres líderes habían alcanzado a buena parte de las corredoras. De inmediato surgieron los aplausos para los africanos y el peruano que los perseguía. En dos ocasiones me crucé con los superhombres durante el trayecto y en ambas se me rompió la voz al vitorearlos, la determinación de sus rostros y el esfuerzo constante en sus gestos me estremeció, como me ha ocurrido en las distintas carreras que los he visto convertirse en trenes.

Finalmente me puse los audífonos. Sonaba, bajo el cielo nublado del domingo, “Sunday Sun” de Beck, especialmente seleccionada, igual que todo el playlist. Esa era una de las cosas que más me ilusionaban del maratón, la música. Tardé por lo menos hora y media en escoger las canciones que me acompañarían y otro tanto en definir su orden. Le siguió “One Day Like This” de Elbow y para entonces me aproximaba al Ángel de la Independencia con la maravillosa sensación de ser libre.

Cada que me daba cuenta aparecían más personas sobre Paseo de la Reforma, gente que buscaba entre miles de corredores al suyo para transmitirle aliento. Me tocó ver cómo algunos los encontraban y comprobé cómo el amor es una fuerza motora que a unos los hace brincar de alegría y a otros nos acelera, es un sentimiento tan poderoso que hermana a quienes ni se conocen.

–¡Venga, Francisco!– exclamó una mujer de aproximadamente cuarenta años sin apartarme los ojos conforme pasaba junto a ella. Yo la miré con cierta extrañez sin decirle nada y me pregunté para mis adentros si detrás de mí vendría su Francisco o cómo es que sabía mi nombre y se dirigía a mí con tal familiaridad.

–¡Muchas gracias! –respondí a su gesto metros después cuando Dios me iluminó y tuve a bien recordar que debajo de mi número de corredor venía impreso mi nombre.

–¡Ánimo! –y me regaló una gran sonrisa, desinteresada, absolutamente sincera, nada más porque sí.

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Contagiado de júbilo, proseguí, convencido de que la sonrisa hay que ejercitarla como los músculos, pues si permanece mucho tiempo acartonada y tiesa, se atrofia. Enseguida visualicé mi encuentro con los míos y me estremecí. Si aquella algarabía ajena la había sentido tan propia, lo nuestro sería tremendamente conmovedor. Sólo de imaginarlo se me contrajo la garganta y del ojo derecho me escurrió una lágrima. Sí, esto de las endorfinas que genera el ejercicio me tiene como a una embarazada de seis meses: como todo el santo día, chillo por nada y por lo que sea, me dan ataques de risa, estoy hipersensible y de repente ni yo me entiendo.

Correr me sacude de tal forma que lo que ya no quiero, átomo a átomo, se me cae al piso cada que mis suelas lo impactan. Supongo que por eso es que mi amigo, “Ranchero”, dice que correr transforma vidas. Cierto es que antes yo cambié varias veces la mía, porque en estos trotes llevo apenas dos años. Primero fui abogado, luego músico y ahora escritor, además de publicista.

En Anzures y Polanco, por ahí del kilómetro diez, una leve llovizna refrescó el ambiente. Es sublime correr bajo la lluvia, a mí me da la oportunidad de sentirme otra vez niño. Los papás deberíamos fomentar que de repente los hijos salgan al aguacero, algo de bueno traerá consigo el agua que cae de arriba. Debo confesar que me divierte cuando los míos desobedecen a su mamá para mojarse rápido, en lo que ella los regaña con las chamarras en las manos, lista para ponérselas a la fuerza. Esa escena y la de los saltos en los charcos las disfruto.

Aproveché para alzar la vista, contemplé sobre mí las nubes grises que al sur se desteñían y agradecí el momento. Mirar allá me tranquiliza, tendría que levantar la cara con mayor frecuencia, me gusta hallarle forma a las nubes y me ayuda a recordar que lo que vemos acá abajo no es sino una parte del todo. Al regresar a tierra descubrí la señal del kilómetro quince, me enfilaba al circuito Gandhi, a un costado del Museo de Antropología, donde a lo lejos vi a mi gran amigo Arturo Fernández, quien desde la orilla de la calle me buscaba, tal cual me avisó que lo haría. 

Hoy día es contada la gente que se levanta de la cama tan temprano en domingo nada más para ver correr a un amigo. “El Arqui”, como es mejor conocido, es de esos poquísimos. Nos conocimos hace seis años por azares del destino, cuando mi papel de abogado, que por aquella época lo combinaba con una suerte de disquero y manager de grupos, llegaba a su fin. Detestaba las leyes, me hacían sentir ilegal, así que tuve que inventarme con urgencia un oficio porque mi segunda hija estaba por nacer. Opté por ese al que recurrimos muchos de los que no tenemos puñetera idea de qué hacer con nuestra vida: publicista.

En gran parte gracias a Arturo pude asumir la más reciente faceta de mi existencia, a la fecha sus consejos profesionales, y ocasionalmente de matrimonio, me son invaluables. Sin ninguna reserva me transmitió su experiencia en la oficina y me advirtió de ciertos errores comunes que gracias a él eludí. Me presentó personajes del medio, a sus amigos y hasta a sus hermanos, me enseñó a analizar presupuestos de producción, a cambiar de encuadre e, inclusive, de enfoque. Es un experto en mandar gente al diablo, si algo no le parece sencillamente les dice “no”. Esa capacidad de respuesta  no se le aprende a cualquiera. Sin duda, toparte con un maestro así te facilita la entrada a cualquier mundo desconocido, como en su momento lo fue la publicidad para mí.

Rodrigo mi hermano me esperaría frente al Auditorio Nacional, en la esquina del otrora Hard Rock Café, alrededor del kilómetro dieciocho, donde, por cierto, atravesaba mi mejor momento con “Pioneer to the Falls” de Interpol en los audífonos. Avanzaba en calma, completo, con la respiración prolongada y las piernas fuertes, a muy buen paso. De hecho, precisamente ahí rebasé al Chapulín Colorado, que ignoro cómo pudo correr enfundado en ese atuendo, con antenitas de vinil y chipote chillón incluidos. A mí me daría una chiripiolca.  

“El Moe” –es el apodo de mi hermano desde chico– se sorprendió de encontrarme en tan buenas condiciones luego de los casi veinte kilómetros recorridos. No contaba con mi astucia y, de hecho, creo que ni enterado estaba de que corro, hasta que le platiqué del maratón por whatsapp el viernes previo. A los dos nos dio ilusión vernos, a él se lo noté en la expresión del rostro y a mí en la energía. Estas proezas perderían cierto sentido de no compartirse con los amigos y la familia.

Mi iPod marcaba las nueve de la mañana cuando entré a Chapultepec. La presencia de tantos árboles sacó a pasear el instinto de perro de muchos corredores que aprovecharon para orinar cual cuadrúpedos. Yo pensé hacerlo pero tampoco me urgía y me enfoqué mejor en la afluencia de visitantes al parque, en los dulces que unos repartían y en el ánimo que otros nos brindaban. Yo tomé un vaso con Gatorade en un puesto de abastecimiento y en el siguiente me dieron agua helada que me vacié en la cabeza. Acto seguido ingerí el segundo Gu que en cuestión de minutos me repuso.

En la desembocadura con Reforma, próximos al kilómetro veintidós, apareció de nuevo Arturo, ahí estaba de pie muy pendiente de mí y yo con los sentimientos efervescentes, con las endorfinas en un punto álgido y el alma que me vibraba al hacerme consciente de la conexión con los míos y del mismo modo con los extraños. El llanto lo apacigüé a soplidos e inhalaciones y me despedí de “El Arqui” con la mano en el corazón.

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Continuamos de regreso por Reforma los miles de corredores y ahí, en el punto medio del trayecto, recordé las palabras de otro buen amigo, Pepe Hinojosa, que igual corre: “Dos medios maratones no suman uno”, me previno. “Considera que la segunda mitad la inicias con el desgaste de la primera, es muy distinto a aventarte veintiún kilómetros fresco”. Lo tenía claro, sin embargo no disminuí el ritmo porque me sentía bien y para llegar dentro de las cuatro horas que había calculado.

En Insurgentes dimos vuelta a la derecha para encaminarnos por Avenida Chapultepec a la colonia Condesa. Escuchaba “Indestructibles”, de mis amigos de La Habitación Roja, cuando me adentré en la calle de Amsterdam. Entonces sí empecé a sufrir el rigor de la distancia: treintaiún kilómetros. Hasta ahí llevaba un promedio de cincuenta y cuatro minutos por cada diez kilómetros, pero a partir de ese punto comenzaron a extendérseme, cada uno parecían dos y después tres.

Había cuidado mucho mi hidratación, ni más ni menos de lo que debía beber, lo mismo que los Gu, de los que me acababa de tocar el tercero y último. Pero, a diferencia de antes, ahora la sed no cedía y supuse que si tenía la boca seca sería porque mi organismo requería mayor cantidad de líquido.

No había acabado de pensarlo cuando a escasos metros vi a una señora que generosamente repartía bolsas de plástico con lo que aparentaba ser Gatorade azul. Inmediatamente me acerqué y me dio una muy fría que seguro acababa de sacar de la hielera. Con cuidado la rompí con los dientes en una de sus puntas y exprimí hasta la última gota.

Sobre la calle de Nuevo León arreció el cansancio y ya en Insurgentes la distancia al Estadio Olímpico me parecía lo más cercano al infinito. Supongo que ese es el famoso muro que Pepe Hinojosa me contó que padeció en el Maratón de Berlín y que para mí se asemejaba a la muralla china. Ya no podía pero sabía que en las proximidades del kilómetro treinta y seis me esperaban otros queridos amigos, Iván Rocha y la Paus, y ello me motivó a persistir.

Generosos como son, los ubiqué donde comienza el Parque Hundido con una enorme hielera con botellas de Gatorade que repartían a los más fatigados. Fue sumamente conmovedor descubrir tantas personas dadivosas como ellos a lo largo del camino.

Ambos se emocionaron al verme, casi tanto como yo a ellos. A Iván lo abracé en lo que él me ajustaba el arnés de una cámara GoPro que me colocó en el pecho para grabar los últimos kilómetros de mi maratón, cuyo desenlace desconocía si sería feliz o fatal. Me entusiasmo tenerlos conmigo y experimenté con Iván una sensación de hermandad. Me sentí inmensamente afortunado por la compañía de mis amigos, especialmente cuando me comentó que Arturo –amigo en común– le avisó después de verme que me encaminaba a su ubicación en buenas condiciones. Fue entonces cuando hice conciencia de que uno no va solo por la vida, sino que hay toda una red que nos soporta. Y si bien es cierto que nuestra energía nos sostiene, asimismo es verdad que la de los demás nos impulsa.

–¡Ahora le marco a Mayu al celular para decirle que vas allá! –alcancé a escucharlo después de que nos despedimos–. ¡Hace rato hablamos y ya te espera donde quedaron! ¡Ánimo, amigo!

–¡Te quiero, pinche Iván! –le respondí a lo lejos, bañado en emociones, sudor, sentimientos, hormonas de la felicidad y bebida rehidratante.

–¡Fuerza!

A los doscientos metros un corredor cayó al piso casi enfrente de mí en un grito de dolor por un calambre. De inmediato me acerqué para tratar de ayudarlo pero por suerte otros corredores se me adelantaron y le levantaron las piernas y estiraron los dedos de sus pies para calmarlo. Yo estaba bastante débil y con trabajos podía conmigo, así que continué. 

De pronto me dolió la ingle derecha y como por arte de magia un señor en la próxima esquina me regaló una pequeña bolsa con hielos que con toda naturalidad me acomodé dentro de los boxers. El alivio fue instantáneo. Luego me eché además agua, mero ahí me vacié fácil medio litro, además de en el cuello, la cabeza, el rostro, el pecho y la espalda. Las nubes habían desaparecido y el sol brillaba candente, el asfalto bullía y se evaporaba en un espejismo digno de película de carretera en el desierto. Enseguida abrí el Gatorade rojo de un litro que me regaló Iván y le di un interminable trago que me escurría por las comisuras.  

Más adelante acepté también una naranja partida a la mitad que me supo a gloria, unas uvas jugosas y… medio plátano… Sí, medio plátano… Una de tantas personas amables que para esa hora habían poblado por completo las calles me ofreció un plátano –¡un plátano!– que no acabo de entender por qué me comí si ni siquiera me gustan tanto. Me sucedió como a Ofelia en El Laberinto del Fauno, me venció la tentación con la contundencia con que suele dominarme.

Y es que  juré que la maldita banana y su mentado potasio me repondrían, pero, lógico, antes del kilómetro treinta y ocho estaba ya sobre hidratado. O, dígase, empachado, o como sea, pero el caso es que me puse verdaderamente mal, muy mal, con ganas no sólo de vomitar, sino de desaparecer. Consideré seriamente la opción de renunciar, de abandonar la carrera y desistir, de tirarme en la banqueta a morir lento. Estuve a nada de detenerme.

Sin embargo, a pesar del hastío, del agotamiento y del dolor en la ingle, que volvía agudo, decidí continuar. Aunque jamás caminé, por supuesto que bajé el ritmo, con trabajos trotaba, sólo así conseguía mitigar el malestar. Avanzaba poco a poco, concentrado en resistir por lo menos hasta ver a Mayu, sabía que ella me obligaría a llegar a la meta, a las últimas consecuencias de esta aventura en la que involucré a la familia completa. Al pensar en ella lloraba, mi mente estaba abatida, exhausta casi como mi cuerpo, así que durante esos instantes la imaginé exclusivamente con el corazón, conmovido al saberla en mi espera, con su absoluto apoyo y total entrega.

En el kilómetro treinta y ocho vislumbré el Teatro de los Insurgentes y alcé la mirada para localizarla, ahí estaba, en el punto exacto donde acordamos, pendiente y atenta. La vi dar unos pequeños brincos en mi búsqueda, entonces levanté mi mano y la ondeé para que me distinguiera, no me salía casi la voz y opté por concentrar mis esfuerzos en contener el llanto –quizás, llorar hubiera sido buena idea para deshidratarme nada más un poco–. Por fin me ubicó.

Fue un alivio encontrarla, espiritual y físico. Apenas se acercó le entregué mi iPod, el Gatorade y mi alma, necesitaba incluso deshacerme de los veintiún gramos que pesa, según Guillermo Arriaga. Tampoco quería más música, estaba indigesto hasta de los oídos. La última canción que escuché en los audífonos fue Perlas de El Columpio Asesino, en sintonía perfecta con mi estado, con mis errores de carrera y desaciertos de vida. Mi maratón, porque el de cada quien es rotundamente distinto, acabó por convertirse en una senda de redención.

–¿Cómo te sientes? –me preguntó preocupada, posiblemente con la esperanza de que no necesariamente como me veía–. ¿Cómo vas?

–“Han sido tantos los errores acumulados que podría hacerme un collar, un collar de perlas, de grandes perlas premiadas, así son mis perlas, mis perlas acumuladas”.

–¡Vas bien!

–“Sé que no lo hice bien, ahora sé que mal es lo mejor que lo puedo hacer”.

A los dos nos resbalaban las lágrimas por el rostro conforme corríamos, nos dijimos tantas cosas, nos volvimos uno. Repentinamente los sentimientos brotaban y súbito se asentaban en mi interior, los límites físicos que rebasaba me conducían a los rincones más recónditos de mi interior, desde donde emanaban emociones muy profundas. La gente gritaba mi nombre con mayor ímpetu, infiero por mi semblante, y cada vez más personas me apoyaban. Sus miradas se incrustaban en la mía como impulsos voluntarios de conexión que me adentraron de nuevo en esa dimensión mágica de unidad que se abre cuando dos o más corazones se sincronizan.

Me cuesta comprender a las personas que evitan mirar a los ojos, en la oficina hay un señor que ni para saludar da la cara, simplemente dice “hola” y en automático clava la mirada al piso o a la pared. Pienso que probablemente se deba a que de recién nacido no lo contemplaron, o desconozco a qué, pero es difícil establecer un vínculo con alguien que se cierra así. Los ojos son, en efecto, las ventanas del alma, el primer contacto entre los seres.

Entre los mismos corredores intercambiábamos vistazos, fugaces pero directos, sin máscaras, porque correr una distancia así supone que uno sea quien es y punto. A los cuarenta kilómetros es difícil permanecer en un papel que no sea el auténtico, el del mismísimo protagonista que vive en las entrañas, en el fondo, en el núcleo. Cuando tocas las fibras musculares y las sutiles a ese nivel, la sustancia y la esencia es lo único que sobrevive, da igual a qué se dedica quien corre junto, se trata sencillamente de un ser en un acto de entrega.

Los pies me dolían mucho, las zancadas, sentía que las ingles se me desgarrarían. Seguí a trote lento, desde el inicio me impuse la consigna de no caminar ni un centímetro. Me rebasaban viejos, chicas, gordos, rechonchas, contemporáneos y me tenía sin descuido, ni siquiera noté que yo igual dejaba atrás a otros. Avanzaba extenuado, con la ilusión de llegar no al kilómetro cuarenta y dos, mi mente estaba concentrada en el cuarenta, donde aguardaban parecidamente impacientes mis hijos, comandados por Kiki y con los refuerzos de María y Luti, sus primas. Apenas los vi, con la misma camiseta que yo, supe que podía llegar al infinito mismo.

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Yo ya había ganado, ahí estaban todos ellos demostrándomelo, gritaban, reían, me echaban porras, corrían conmigo. Regina, mi hija grande, puso cara de angustia al notar que lloraba. Intenté ocultarlo, mas el sentimiento me desbordó. Luego pensé que tampoco está mal que los hijos vean así a sus padres, emocionados, libres, vulnerables. El llanto que es mezcla de amor y esfuerzo es una especie de cascada que limpia y devuelve cierto brillo, una corriente que termina por arrastrar a quien la experimenta hasta su lago interno, donde lo último que queda es flotar.

Así continué la marcha los últimos dos kilómetros, estremecido, transportado por mi familia, empujado literalmente por mi esposa, por la gente, por la inercia de mis piernas, por el tesón del espíritu. Lloraba incluso porque me conmovía de mí mismo, del esfuerzo, de la entrega, del sufrimiento y del gozo. Entretanto, mis amigos seguían pendientes de mí en Twitter y mis padres en el teléfono de Mayu, tristes de que no consiguieron cruzar la ciudad a tiempo para acompañar en el kilómetro cuarenta a Regina, Paula y Lorenzo. Sin embargo, venían conmigo.

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Antes de llegar al estadio pensé que bajo ninguna circunstancia deseaba acabar mi vida así de cansado, y es que el maratón es un poco un reflejo de cómo se vive. El final debe ser tranquilo, hay que disfrutar el desenlace tanto como el comienzo o la parte de en medio. Tengo que descansar más, ir a mi ritmo, ejercitar la fuerza de voluntad y cerrar la boca. Imagino que mientras más íntegro concluyes mayor, es la satisfacción.

Conforme atravesaba el túnel agradecí terminar en compañía de mi mujer y sólo entonces silencié todos mis pensamientos. Era hora de enterrar lo que ya no servía de mí y salir a la luz. Con el sol en la cara deseé con todas mis fuerzas una nueva vida, una nueva oportunidad, una nueva ruta.

Esos fueron los primeros 42.195 kilómetros de mi vida, después de los cuales puedo afirmar que todo el camino es simplemente para llegar a uno.

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Y al día siguiente, con el cuerpo adolorido y el ánimo golpeado por la nostalgia de que todo había acabado, recibí un mensaje lleno de amor (de madre). Habré de entrenar para la próxima llegar antes.

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Los primeros 42.195 kilómetros de mi vida. was originally published on FJ KOLOFFON


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