La gran parvada.


Ayer conseguí mi mejor marca en un medio maratón. Estos 21 kilómetros de ESPN fueron mis mejores desde hace un año que empecé a inscribirme en carreras, tras casi una década de correr por mi propia cuenta y por el simple gusto de hacerlo. Me sentí muy bien, rápido. Tampoco es que haya volado, pero de cierta manera me convertí en un pájaro.

Desde hace tiempo creo profundamente en las señales, porque, debo decir, soy uno de esos afortunados a quienes la vida, lejos de ocultárselas, se las muestra con frecuencia. Por lo general aparecen en el momento preciso, justo cuando las necesito, y he descubierto que su claridad se intensifica cuando estoy en armonía conmigo. A veces han sido tan evidentes que en el instante que las veo surge dentro de mí la certeza de que hay algo y alguien más allá, y eso, no sé por qué, me tranquiliza.

Unos tres meses atrás me impactó un video que compartió alguno de mis amigos de Facebook en el que dos chicas que pasean en canoa en algún esplendoroso lago del mundo, de pronto se ven sorprendidas por una parvada, literalmente celestial, de cientos de miles o de millones de estorninos que les dieron el espectáculo más increíble de sus vidas, fenómeno al que en inglés se le conoce como “murmuration”.

Al reproducirlo mi asombro fue similar al de ellas; la unión, la sincronía, la conexión, la coordinación y el rumbo de las aves me maravilló. Cada uno de los pájaros sabía a la perfección su próximo movimiento, o lo sentía, pues quizá más bien se trate de un asunto de instintos. Lo repetí cinco o seis veces y al final me pregunté cómo es que nosotros que usamos un lenguaje exacto y tenemos la posibilidad de comunicarnos con precisión, no somos capaces de ponernos de acuerdo como ellos que simplemente trinan. Si cada uno escucháramos nuestra propia voz interna, tal vez la suma de todas se convertiría en un poderoso murmuro colectivo que nos encaminaría a todos a un destino común.

Acontecimientos como ése, de tal naturaleza, me llenan de una confianza misteriosa, me adentran en el encantamiento, me hacen creer de nuevo en la magia y confiar tanto en las señales como en lo que no veo, en ese mundo de lo invisible donde he construido muchas de mis grandes convicciones. Sobre todo cuando dos días después, mientras le pedía al cielo que me hiciera saber que voy en la ruta correcta, durante toda la carretera del D.F. a Querétaro surgieron de la nada parvadas y parvadas de distintas clases de aves que se regocijaban con el atardecer antes de regresar a sus árboles.

Jamás había presenciado yo algo así con mis propios ojos, aunque según mi esposa es algo absolutamente común a esa hora en ese trayecto. Supongo que cuando te conectas fuertemente con algo, la vida a partir de entonces te lo proyecta con la máxima nitidez para hacértelo bien visible, como cuando vas a tener un hijo y de repente empiezas a ver carriolas y embarazadas por todos lados. La famosa sintonía que le llaman.

“Cuando uno pide una señal contundente al cielo, no debería esperar ver nada más que una gran parvada de pájaros”, me dije, continué manejando y le subí el volumen a Staralfur de Sigur Rós, canción que encabezó mi playlist del medio maratón.

Cuento todo esto porque a las 7:25 AM, por ahí del kilómetro cinco a la altura de la glorieta de la Diana Cazadora, de repente escuché el ruido potente de un avión y alcé la mirada. Enseguida me quité los audífonos y pensé que tal vez alguno de los pasajeros que contemplaban la ciudad desde las alturas a través de las ventanillas, en ese preciso momento nos comparaba a los casi cinco mil corredores con una esplendorosa parvada de pájaros en pleno vuelo al mismo destino.

Luego de ver varios ejemplos, constato que somos semejantes. Y es curioso, porque cada que formo parte de una carrera en la que participan muchas otras personas y gente que va a echar porras y a motivarnos, de muy adentro mío nace ese murmuro que crece poco a poco, kilómetro a kilómetro, hasta convertirse en un deseo gigantesco de gritarle al mundo cuánto gozo esos instantes, en una necesidad inmensa de simplemente expresarme, de alentar a quien se detuvo por el cansancio o a quien va en primer lugar y al que lo persigue, de saludar a quienes se atreven a mantener su mirada en contacto con la mía, de explotar en un alarido de vida conforme vacío una bolsa de agua fría en mi cabeza, en mi cuello y mi espalda cuando ya no puedo del calor o de cansancio. Me dan ganas de establecer esa mágica comunicación con quien va experimentando un sentimiento igual, y especialmente de aullar de la felicidad cuando caigo en cuenta que soy una de las piezas de esa gran maquinaria, de esa interminable parvada de seres que son capaces de volar mientras corren.

Mi reloj marcaba 1:42:47 cuando levanté los brazos y los extendí con todas mis fuerzas hacia arriba, como cada que termino de correr.

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