Hoy es día de la Candelaria, pero también de la marmota.


 Vivir repetidamente lo mismo podría parecer, a simple vista, terriblemente aburrido y absolutamente tortuoso. Phil Connors, por ejemplo, despertó no sé qué cantidad de veces el mismo 2 de febrero en el pueblo de Punxsutawney, Pennsylvania, en la película Groundhog Day. Debieron ser miles, porque, luego de lamentarse y maldecir ese inexplicable hechizo del tiempo del que no podía escapar, mejor decidió aprender a dar primeros auxilios, a esculpir hielo, a ser amable, a tocar el piano y a enamorar mujeres, entre otras habilidades que requieren muchos años de práctica para dominarse.

Acabo de cumplir cuarenta, he despertado más de 14,600 veces en la misma ciudad y no he aprendido ni primeros auxilios, ni a esculpir hielo, ni a ser del todo amable, ni a tocar el piano ni a enamorar mujeres. Siempre quise tocar el piano —es un sueño al que aún no renuncio— y soy consciente de que mi vida de soltero habría sido mucho más entretenida si hubiera aprendido a enamorar mujeres o, siquiera, a seducirlas. Miles y miles y miles de esos despertares, me acosté y amanecí solo.

He visto Groundhog Day muchas veces, más de quince quizá, porque, además de que me gusta, en los canales de cable les encanta repetirla. Todas, sin excepción, me he reído y le he encontrado algo diferente. En mi caso, en número de repeticiones sólo la superan Big Fish, Superman, Seven Years in Tibet, Lost in Translation (también protagonizada por Bill Murray) y alguna otra de las incluidas en mi lista de películas favoritas, las cuales me urge recomendarle a mis hijos cuando crezcan y, si la existencia me lo permite, verlas juntos.

Hace unas semanas una amiga de mi esposa fue al teatro a ver a Regina y Paula en Annie el musical y cuando me saludó en el lobby lo primero que hizo fue preguntarme cuántas veces había visto la obra. Enseguida miré al techo, como si ahí estuvieran anotadas, hice rápido un cálculo y le respondí que más de veinte. “¡Dios, y qué haces! ¡Pobres de ustedes! Ya te dedicas mejor a ver el celular en tu butaca, ¿no? ¡Ya han de estar aburridos!”. Yo sonreí y le dije que no, que la verdad es que no puedo dejar de verlas, que cada que están ahí arriba en el escenario me emociono en el alma, me maravillo, siempre de una manera distinta.

Ya me sé los diálogos de memoria y podría no ir, pero la verdad es que me fascina sentarme ahí en la oscuridad y asimilar lo que les ha sucedido a ese par de niñas que llevan despertando más de 3540 y 2920 veces, respectivamente, en este mundo, en esta ciudad en la que nos tocó nacer y donde uno de esos amaneceres, que podría haber sido solo uno más, se les abrió una puerta invisible por la que entraron, sin darse cuenta, a otra dimensión: el reino de las casualidades, donde todo es posible.

Qué rápido nos hacemos viejos a pesar de que el tiempo no existe, porque cierto es que podrían no existir los relojes y nosotros continuaríamos envejeciendo. El tiempo, a mi parecer, es una invención del hombre que dura muy poco tiempo. Si uno se pone a pensar, entonces son más bien los despertares los que nos arrugan la cara, los que nos fruncen el ceño y los que nos conducen, poco a poco, a la muerte.

Pero, además de su poder mortífero, los despertares contienen otro efecto cegador: todos parecen iguales, pero no lo son. Cada amanecer te ofrece algo fuera de lo común, una nueva oportunidad —incluso segundos chances— y la posibilidad de aprender primeros auxilios o a esculpir hielo, tocar piano, participar en audiciones para películas o musicales y hasta para enamorar gente a través de las letras. O para sacarte la lotería, del modo que sea. Todas las situaciones extraordinarias, sin excepción, ocurren un día cualquiera. Lo que menos imagines, lo que sea, en el momento menos pensado.

En el intermedio me encontré de nuevo en el lobby a Fernanda, la amiga de Mayu mi esposa que fue al teatro, y con los ojos emocionados y la voz a punto de rompérsele, me dijo: “Ya entendí lo que sientes. No son mis hijas y estoy extasiada, inmersa en cada gesto, en cada paso y en cada nota de su voz. No puedo dejar de verlas y de fascinarme. Tengo hasta ganas de llorar”.

“El asombro es una especie de pequeño milagro”, pensé en ese instante y se me conmovió también la mirada mientras se me anudaba la garganta como a ella.

La capacidad de asombrarnos es la que nos hace cada día y cada instante distinto. Y la única forma de conservarla es adentrándonos en cada momento, en cada conversación, en cada cada experiencia y en cada escena de la vida, comenzando por entrar en uno mismo al salir de la cama. Si uno se entrega por completo al instante mismo de abrir los ojos, cada día se vuelve distinto y nuestra mirada es capaz de contemplar lo maravilloso en lo que pudiera parecer ordinario: despertar.

Es una fortuna vivir dentro de este hechizo del tiempo: ya son más treinta veces las que he visto la obra y cada vez la sensación y la admiración son distintas, algo parecido a lo que sucede cuando contemplo a mis tres hijos en casa y me regocijo más y más de verlos correr y perseguirse de aquí para allá, inventando juegos, realizados, felices, queriéndose, viviendo a plenitud lo que parecería ser un simple día más de sus vidas.

Y hoy, precisamente 2 de febrero, Día de la Candelaria para unos, Groundhog’s Day para otros, al salir de una reunión de trabajo en el edificio contiguo al Teatro de los Insurgentes, me emocioné tremendamente al descubrir en la marquesina el nombre de regina, quien luego de representar desde octubre el papel de Kate (una de las huérfanas), hace unas semanas hizo audición para el de Annie y…

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Al subirme al coche con dirección a la oficina, mientras disfrutaba la sensación de ver y sentir su sueño convertido en realidad, un nuevo himno sonó y desató una explosión de emociones nucleares:

Spoiler: Phil Connors solo pudo escapar de ese hechizo del tiempo que lo mantuvo atrapado en Punxsutawney, Pennsylvania, hasta que comprendió que todos los días hay que vivirlos de manera distinta aunque siempre hagas lo mismo.

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Parte de este texto lo escribí el 10 de enero pasado, minutos antes de enterarme de la muerte de David Bowie. Me quedé durante buena parte de la madrugada leyendo tuits y notas mientras escuchaba canciones y veía videos suyos. Space Oddity la repetí tres veces: “Check ignition and may God’s love be with you”, le transmití por el mismo sistema de comunicación que usa el Major Tom para comunicarse a tierra. Desde que conocí su música y su estilo lo admiré. Justo él es de esos contados ídolos míos que activaron mi capacidad de asombro: el tipo no envejecía, era un hechicero del tiempo, y se renovó sin asomar mayor cansancio hasta sus 69 años a pesar de la enfermedad que lo llevó a cerrar los ojos para siempre para emprender la gran travesía: su odisea espacial. Su muerte fue, al igual que su vida, una obra de arte. Y casi podría asegurar que hasta el final mantuvo vivo el gusto por la vida. Hoy cuando desperté, no exagero, me hizo sentir más cerca de las estrellas.

Hoy es día de la Candelaria, pero también de la marmota was originally published on FJ KOLOFFON


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