Un final feliz.


¿Está de plano fatal desearle el mal a alguien? ¿Nos deberíamos considerar ruines si lo hacemos? Yo lo evito, aunque algunas ocasiones y con ciertas personas la verdad no me contengo. “Que te lleve el carajo, hijo de la gran p$!*. Que en la siguiente cuadra te salga uno peor y te vayas a la mie#@%”, maldigo en silencio sobre todo a los microbuseros que me avientan sus armatostes no sólo sin temor a chocarme, sino con aparente intención. “Que todas mis preocupaciones se te transmitan en este instante a ti, malparido”, increpo mentalmente a quienes se pasan con cinismo y sin consciencia los semáforos, y —si nadie me ve— todavía les aviento mis poderes con las palmas de las manos extendidas y apuntándoles, igual que Dr. Strange. Si me lo propongo soy vil.

Ahora que con lo del relajo del Abierto de Australia anunciaron la detención de Djokovic, confieso que me moría de gusto. Y luego de que lo liberaron y a los dos días volvieron a quitarle la visa, lo disfruté muchísimo. Su deportación la sentí casi como un triunfo propio, estoy seguro que sentí parecido que Federer o Nadal cuando lo derrotan. Me cae gordo, más desde que destrozó su raqueta en las Olimpiadas pasadas y peor después de haber renunciado a competir por el bronce con su compatriota serbia, supuestamente por una lesión, tan dudosa como su prueba de covid.

Una vez fuera Nole de Melbourne, yo lo único que quería es que Rafa tampoco rebasara a Roger en Grands Slams. Me cae muy bien el manacorí, pero Su Majestad es su majestad. Sin embargo, no contaba con Medvéded, el ruso, un diestro del deporte blanco y al mismo tiempo otro impresentable de lo peor. Recuerdo cuando increpó al público en el Abierto de Estados Unidos de 2019 y provocó la irá de todos, incluida nuevamente la mía. Veía el partido con mi hijo y no me creía lo que sucedía. Por unos segundos me imaginé metiéndome por la pantalla para golpearlo. Pero el tipo mide más de 1.90 y mejor no.

Sorprendentemente, aquel lamentable espectáculo que dio en Nueva York no fue tan abominable y vergonzoso como el de la semana pasada en su semifinal contra Tsitsipás. En un breve descanso, el de Moscú sacó su habitual furia y comenzó a llamar estúpido e inútil al juez de silla. Nadie lo amonestó ni lo descalificó, así como nadie detiene ni multa aquí a los rufianes del transporte público. ¿Por qué se permite eso?

Enseguida deseé que el griego le diera la voltereta al partido (porque, además de todo, el ruso ganaba con amplio margen). No fue así, a pesar de que dirigí mis poderes a la televisión, y enseguida deseé que Nadal lo apaleará en la final. No importaban ya los Grands Slams, el bien siempre debe prevalecer sobre el mal. Suena exagerado, pero por ahí alcanzo a ver una lucha de ambas fuerzas.

Admiro la serenidad y la gallardía de Rafa tanto como la clase y galantería de Sir Roger, quien no tardó en felicitar de corazón a su gran amigo y rival apenas despachó al ruso en uno de esos finales felices, dignos de las mejores películas.

De Federer a Nadal.

Somos todos unos histéricos, tendríamos que aprender un poco —más en estos tiempos donde pareciera que los diablos andan sueltos— de estos dos grandes maestros de la raqueta y de las buenas costumbres.

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Columna publicada en el periódico El Universal.


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