Unos 300 metros adelante alcancé a distinguir los primeros rayos de sol que se filtraban entre las ramas de los árboles, un fenómeno que muchos corredores tenemos la suerte de ver con frecuencia: los fulgores del amanecer. Es lo más parecido a los cañones de luz de los teatros, esos que desvelan en la penumbra las partículas invisibles que revolotean alrededor nuestro, lo mismo que algunos sueños escondidos.
Yo quise ser actor, a lo mejor por eso cada mañana que salgo a correr siento la imperiosa necesidad de pasar a través de esos poderosos rayos lumínicos que me recuerdan a aquellos bajo los que una vez brillé en una obra de teatro de mi escuela. “Cómo diablos no fui a ver a Radiohead al Palacio de los Deportes”, me reproché al enterarme que ahí Cuarón descubrió en medio de “Reckoner” y entre los nostálgicos fans de la mítica banda inglesa a Fernando Grediaga. “A lo mejor a mí también me hubiera encontrado algún parecido con su padre”. Ni modo.
“¡Sol, sol!”, gritó a paso recio un hombre mayor de pelo cano y piernas fuertes justo cuando sentí esos rayos cálidos en mi cara. Varios volteamos a verlo con desconcierto, y en el momento que yo dirigí mi mirada a la suya, volvió a repetir “¡Sol, sol!”, como si ambos hubiéramos hecho un descubrimiento. Luego de unos pasos gritó “¡México!”, lo cual me emocionó, y casi enseguida levantó la vista al cielo y exclamó “¡Azul!”. Ahora fue otro corredor que venía más rápido que el resto, y quien precisamente vestía una camiseta de ese color, quien lo volteó a ver. El hombre de las palabras espontáneas le sonrió y señaló su ropa: “¡Azul!”.
No llevaba audífonos, pero empecé a escuchar “Morning Mood” de Edvard Grieg mientras la cuenta regresiva de mi reloj se acercaba a cero. Entonces arranqué el penúltimo de mis fartleks y comencé a dejar atrás poco a poco a mujeres, jóvenes, viejos. Incluso al hombre rápido de azul. “¡Uy, me ganan! ¡Agárrenlo que se me va!”, espetó alegre mientras me escapaba el hombre de las palabras, quien de cierto modo nos conectó a todos los que lo escuchamos, entre nosotros, con el sol, con el cielo, con las palabras y con la expresión y las emociones que de ella emanan.
Así me recuerdo en el escenario esa ocasión en mi adolescencia: iluminado por el cañón pero también radiante por dentro, pletórico, poderoso, osado a cada diálogo, conectado. Seguramente como Thom Yorke mientras canta, o como Fernando Grediaga al recibir la llamada con la que le confirmaron que era él.
—¡Voy a alcanzarte, prepárate! —alcancé todavía a escuchar al hombre de las palabras al dar la vuelta en la esquina.
—¡Venga, vas!, ¡acá ando! —sonreí y levanté mi dedo gordo.
Hay que hablar de los astros, del asombro, del amor a primera vista, de los sueños, de las tonterías, de los que nos rebasan, de lo espontáneo. Hay que hablar mientras se pueda.
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Columna publicada en el periódico El Universal.