Hacer nuevos amigos (cuando sólo quieres estar en paz).


Desde niño pertenezco al grupo de los que les cuesta trabajo acercarse a desconocidos, ya no tanto para hacer amigos, sino simplemente para socializar. Es un mal que se me acentuó en la adolescencia, especialmente con las mujeres, por el ataque del acné y por haber ido toda mi vida en una tonta escuela para hombres.

Nerds

Por ello admiro a quien tiene el valor de aproximarse y abrir la conversación, aunque también es verdad que hay momentos donde más bien agradezco que a nadie se le ocurra hablarme: en la peluquería, el taxi, la barra del restaurante o el avión, por ejemplo.

En la peluquería no, por favor…

Hace unas semanas, de regreso a México, en la fila de atrás venían un señor ya mayor, de unos 75 años, pelo ralo y bigotito pintados de café reluciente, y una señora pocos años más joven. Se conocieron ahí mismo, en sus asientos (yo escuché), y no pararon de hablar todo el maldito vuelo. Que si los nietos eran el postre de la vida; que a los hijos cuando hacen su propia familia hay que respetarles su espacio y dejarlos volar; que si el aire acondicionado en los aviones siempre sale muy frío, y un insoportable y largo etcétera de cinco horas de duración. Me tenían harto y lo único que se me ocurrió agradecer fue no tener a ninguno junto.

Hay instantes y lugares donde simplemente anhelas silencio y estar a solas. Como la vez que estudiaba mi maestría en España y me enteré que no tan lejos de ahí daría un curso intensivo una maestra de meditación y de la vida a la que desde entonces sigo. No lo dudé, junté todo el dinero que tenía y fui allá.

Tras un fin de semana de enseñanzas, cánticos y paz infinita, decidí que yo y mi soledad abordaríamos el siguiente tren con rumbo desconocido. El retiro había sido profundo y yo pretendía prolongar mi estado introspectivo durante los siguientes cuatro días libres sin mayor plan que el de bajarme donde la intuición me indicara.

Estación de tren de Montreux, Suiza

Despreocupado, recargué mi cabeza en la ventana fría, me perdí en las interminables praderas que se iban quedando atrás, cerré los ojos y caí en un sueño del que salí al poco rato cuando alguien tocó con suavidad tres veces mi hombro. Una mujer llamativa, apenas más grande que yo y de cabellos largos rizados me pidió ayuda para subir su maleta de mano al compartimento superior, pues uno de sus brazos lo tenía inmovilizado por un cabestrillo.

Goodbye windows
Viaje ligero

Mi intención silenciosa cambió con las circunstancias y comenzó la charla.

Su estación quedaba a cosa de una hora y dio tiempo para que nos contáramos un poco de nuestras vidas. Vivía con su novio, el campeón europeo de snowboard, quien se encontraba entrenando no sé dónde para los X Games de invierno.

«Bájate conmigo», me dijo al ponerse de pie en cuanto escuchó por los altavoces de nuestro vagón el nombre de su parada. «Ven a conocer el lugar donde vivo. Aquí no hay turistas, te va a gustar».

Caminamos alrededor de treinta minutos por el pintoresco pueblo enclavado entre los alpes suizos hasta llegar a su casa. Dejamos nuestras maletas en la entrada, me llevó a su pequeño patio con vista a las montañas y se puso a preparar con evidente habilidad un cigarrillo.

Artes marciales

Me advirtió que aquella cosa la había comprado en su viaje a Amsterdam y que más valía darle una pequeña calada y esperar un rato prudente para la segunda, pero como no sentí absolutamente nada le di tres caladas hondas de golpe, mismas que bastaron para que al poco rato todo me diera vueltas. Tan mal me sentí que le pedí que me llevara a recostar. No sé cómo no vomité y lo siguiente que recuerdo es que desperté solo en un sofá en un cuarto, con toda la casa apagada.

Esperé muy inquieto a que asomara el sol, preguntándome si ella o alguien más estaría en la casa. No tardó demasiado en abrir la puerta de la habitación de visitas inesperadas y con una mirada rápida se cercioró de que todo estuviera en orden. Ya con la claridad del amanecer le avisé que me marchaba para continuar mi viaje a no sé dónde.

Sí, hay momentos y lugares donde lo único que quieres es silencio y estar a solas, pero las circunstancias a veces cambian de manera abrupta y de pronto te ves hablando con un extraño, tal como me pasó también este domingo mientras corría la carrera de diez kilómetros de Batman, en Coyoacán. Iba a un ritmo considerable que con trabajos sostenía y, en eso, un corredor de unos 60 años empezó a platicarme. Conseguí corresponderle el saludo, otro par de líneas y nada más; con toda la pena, ya no le contesté.

¡Santa carrera, Batman!

Ante mi silencio, con suma devoción declamó: «Caminarán y no se fatigarán, correrán y no se cansarán y, como si tuvieran alas, volarán como las águilas», y poco a poco me dejó atrás, como el tren a los alpes, y se fue.

El Zitácuaro

A la distancia lo veía sacarle plática a los corredores que alcanzaba y juré que no resistiría.

“No tarda en pararse”, pensé, mas no volví a verlo sino hasta la meta, donde me esperaba con una sonrisa:

—Soy Jaime Fernández, “El Zitácuaro”. Vengo de Michoacán a la Ciudad de México una vez al mes para competir. ¿A poco no es bello correr? — y me dio la mano para despedirse.
—¡Lea El Universal del martes en la sección de deportes! —alcancé a decirle.

* * *

Estoy en FBTwitter, IG y LinkedIn como @FJKoloffon. Y trabajo en La Novelería y en Koloffon Eureka.

Versión larga del texto publicado en el periódico El Universal el 15 de agosto de 2023.


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