Siempre he sido muy de pedirle mensajes al Universo, alguna señal en el firmamento, una estrella que de pronto a media noche tintinee de modo único, a todas luces distinta; coincidencias que no dejen lugar a duda de lo sobrenatural, de que hay algo más allá de lo que simplemente se ve; la aparición de alguien especial en un sueño, o un acontecimiento revelador y extraordinario al día siguiente. Hasta los faroles quería que se manifestaran cuando era adolescente (de ahí la portada de la segunda edición de El Astronauta Terrestre).
Cierta mañana corría meditabundo y con el sentido de la vida un poco confundido por el bosque, con dudas acerca de lo trascendente, de lo que en verdad importa y de si estaría haciendo bien las cosas. Suelo sostener también muchas conversaciones interiores y, precisamente, aquel día, cuestioné mis creencias y lo hasta entonces aprendido. Me invadió una desconfianza incluso de mis maestros y, como un loco, inmerso en el silencio, me atreví a preguntarle su nombre al mío.
Este domingo, por ahí del kilómetro 20 del Maratón de la Ciudad de México Telcel, me sucedió algo parecido. Prematuramente, me sentí desorientado, adolorido y cansado, sin muchas fuerzas para continuar, y para mis adentros me pregunté “¿Cómo le voy a hacer para seguir?”.
En eso, una voz de mujer que sobresalió de entre las porras y la algarabía de la gente, no sé si producto de mi imaginación o porque era muy efusiva, en ese instante y con total claridad gritó: «¡Entrégate a la zancada!».
“Entrégate a la zancada”, me repetí varias veces en mi cabeza, tan maravillado como la misteriosa vez que oí el nombre. “¿Sí dijo eso? Es mucha coincidencia”, pensé mientras intentaba deducir qué habría podido decir aquella persona que nunca alcance a distinguir, si en realidad no había dicho eso.
“Entrégate a la zancada”, me repetí paso a paso, sin más expectativa, donde todo es más sencillo.
Casi enseguida coincidí con una corredora que avanzaba a una velocidad muy semejante a la mía, con una seguridad implacable, y me propuse seguirla como a un señuelo. Sin embargo, luego de unos kilómetros cambió su cadencia y concluí que mi camino nunca debía depender de un tercero si quería llegar a mi meta.
“No conviene atenernos a los objetivos de otros, ni a su buena voluntad o sus promesas, cada uno tenemos que entregarnos a nuestra propia y muy particular zancada, a nuestros talentos, a nuestras habilidades, a lo que nos vuelve únicos”, concluí.
¿Ustedes también conversan consigo y escuchan de repente voces?
Estoy en FB, Twitter, IG y LinkedIn como @FJKoloffon. Y trabajo en La Novelería y en Koloffon Eureka.
Texto publicado en el periódico El Universal.