Cuando una persona hace apasionadamente lo que mejor sabe hacer y permite que ese talento la conduzca, es sumamente probable que llegue muy lejos: quizás a todos los países del planeta y a cientos de millones de views en las redes sociales (como hoy equívocamente se mide el éxito).
Es el caso de Katelyn Ohashi, la gimnasta estadounidense de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) cuya espectacular rutina de piso le dio ya varias vueltas al mundo. Su estilo, realmente libre, impactó a gente de todas las edades y de los más diversos orígenes, no tanto —a mi parecer— por su técnica o el grado de dificultad, sino por la alegría. La humanidad entera está ávida de ella.
Ohashi, tal cual, saltó repentinamente a la fama con el video que subió la UCLA a sus perfiles digitales, el cual culmina con un 10 perfecto y una ovación unánime y estruendosa en una competición universitaria en el Anaheim Arena, muy lejos de las competencias que años atrás sostuvo con las integrantes del equipo nacional de Estados Unidos, donde ya figuraba Simone Biles, a quien en 2013 venció en la American Cup, triunfo que suponía su incorporación a la plana mayor de la gimnasia de élite.
Sin embargo, la vida es misteriosa y fue justo tras aquella victoria épica cuando Katelyn decidió retirarse. Su adiós se debió a las lesiones, aunque principalmente a la infelicidad. Vivía tan angustiada y con tal presión por ser la número uno, que la lesión que puso punto final a su carrera profesional le dio alivio.
Pero su amor por la gimnasia superó las expectativas y, tiempo después, tras varias cirugías, decidió regresar; eso sí, bajo sus propias reglas: divertirse. Y lo cumplió, todos vimos y a todos nos contagió, como un poderoso virus. El mundo necesita gente que ame lo que hace y, especialmente, personas que hagan lo que aman, a su manera, de forma única y distinta.
Todos somos distintos, especiales y, aun entre millones, podemos destacar, pues eso que mejor hacemos nadie más es capaz de hacerlo igual, con ese particular estilo que brota de nuestro interior cuando nos atraviesa la fuerza de la vida y activa nuestro poder genuino, ese que maravilla a los demás mientras a nosotros nos llena de la repentina y fugaz certeza de que estamos en el lugar correcto, cumpliendo el motivo por el cual vinimos aquí: para dar vueltas de carro, para besar lento o para interpretar una canción, para sentir, para correr 42.195 kilómetros, para anotar un gol o para sonreír al concluir un párrafo.
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Columna publicada en el periódico El Universal.