Hay pocas cosas más vergonzosas que caerse: encontrarte de pronto desnudo en el patio de la escuela —un sueño recurrente y angustioso en mi juventud—, un retortijón fatal de tripas a media carrera de 21 kilómetros o una diarrea invencible abordo del transporte público, o un desastroso pleito conyugal en plena comida con amigos. Esas son pesadillas.
Pero vamos a las caídas, que incluso a solas son bochornosas. No hace falta que alguien te mire para sentirte miserable cuando súbitamente te encuentras ahí tirado en el suelo, vulnerado. Aunque sí, frente a los demás siempre es peor.
Hace unas semanas un pobre hombre se cayó enfrente de mí a hora pico en Viveros. Se fue de bruces mientras corría y apenas alcanzó a meter las manos. De inmediato lo ayude a pararse. “¡Arriba, vamos!”, le dije y apenas le di oportunidad de sacudirse la tierra y sobarse. Abochornado, me dio las gracias.
Yo retomé el paso y comencé a hacer un recuento de mis caídas. No me acuerdo de ninguna en la que haya hecho de verdad el ridículo (toco madera), sin embargo, hay una que guardo en la memoria con especial cariño. Tenía siete años y Santa Claus acababa de traerme una bicicleta Vagabundo. Mi abuela, con su pelo completamente blanco, sus 65 años y con todo el cariño que me guardaba, me llevó a una cerrada cerca de casa para enseñarme a andar. Una y otra vez se paraba atrás de mí, se aferraba a mi suéter y corría para impulsarme o estabilizarme cuando se me zafaban los tenis de los pedales. Al rato que pude solo, Tita me dio permiso de lanzarme por una bajada grandísima en la que acabé estampado en un viejo poste verde de luz con una herida muy profunda en la rodilla.
En un curso de guionismo cinematográfico, Guillermo Arriaga me explicó que las cicatrices son un recurso para traer al presente de un personaje algún capítulo de su pasado, para contar una historia suya sin necesidad de contarla, la cual podrá llevarlo posteriormente a tomar una decisión moral. “Los personajes deben tomar decisiones morales para ser interesantes”, comentó, “necesitan demostrar carácter para no ser unos papanatas”.
Volar es el gran acto de levantarse. Vinimos a aprender a levantarnos, pero también a caernos, a meter las manos y a volver a intentarlo. Caer nos quita el miedo, es un fenómeno de la ciencia natural, por eso, cada vez que tengamos que atrevernos a emprender una aventura, tal vez tendríamos que revisarnos los codos y las rodillas para traer de vuelta el sentimiento que esconden nuestras cicatrices.
Cuando murió mi abuela yo tenía 15 años, y justo en ese instante soñaba: me vi de niño, con aquellos siete años, recostado en la cama de mis padres con un libro de Ciencias Naturales en mis manos. Ella apareció, me abrazó y me dijo que era hora de irse pero que siempre permanecería conmigo.
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Columna publicada en el periódico El Universal.