Tocar el triunfo.


Hacía tiempo que no estaba tan cerca del triunfo. A unos pasos solamente, a escasos metros, a segundos. Pude acariciarlo. Lo vi frente a mí, lo sentí, lo vibré.

Podrá sonar muy tonto, sin embargo, ganar los 200 metros del Reto Spiderman de Marvel puede ser algo muy importante. Se trata de una carrera de niños acompañados por adultos en la que muchos van disfrazados de los personajes del sello de cómics que compró recientemente Disney. Ambos, de la mano, deben cruzar la meta juntos.

Meses antes, cuando decidimos inscribirnos, escogí correr con Paula, mi segunda hija, la de en medio, quien se distingue de Regina y Lorenzo por ser extremadamente rápida y ágil (aquí una muestra). Sentí un deseo profundo de correr con ella, de ser un equipo, pues desde entonces pensé, no sé por qué, que podíamos ganar. Regina había elegido de pareja a su mamá y Lorenzo haría mancuerna con nuestro querido amigo Chino, así que no hubieron susceptibilidades.

El sábado desperté con cierta emoción, el día había llegado. Durante la mañana le pregunté un par de ocasiones a Paula si estaba lista y pude ver su emoción en sus ojos, el rostro le brillaba. Parecería broma, pero yo también me lo tomé bastante enserio.

Por la tarde, mientras acababa de amarrarme las agujetas de los tenis antes de salir de casa, recordé la vez que mi cliente y amigo, el Dr. García, compartió en su cuenta de Twitter la emoción y los nervios que le provocaban la competencia de natación de Mariano, su pequeño hijo de tres años. Empecé a sentir lo mismo y la sensación se agudizó justo antes de entrar al estadio, primero por el hecho de correr con mi hija y, segundo, ya que la cita tuvo lugar en el Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria, que de entrada impone y porque fue ahí donde concluí los primeros 42.195 kilómetros de mi vida, mi único maratón hasta ahora.

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Las manos nos sudaban a la Mujer Maravilla y a mí, y, conforme avanzábamos por el túnel entre los gritos eufóricos de heroínas y superhéroes de todas las edades, nos miramos varias veces con una mágica complicidad sanguínea que a cada paso nos unía más. Y por fin pisamos la pista de tartán.

Rápidamente nos dirigimos a la línea de salida, éramos los últimos del grupo y tuvimos que apresurarnos para no quedar hasta atrás, pues lejos de que a cada quien le correspondiera un carril, como ocurre en cualquier carrera normal, aquí nos acabamos aglutinando en una masa de más de sesenta parejas de competidores, y si no te abrías paso entre la muchedumbre podías arrancar muy por detrás de quien estaba al frente del bloque.

Pudimos ubicarnos en la tercera línea, colarnos más adelante era imposible, estábamos todos demasiado apretados. Mientras los demás se concentraban en la cuenta regresiva yo elucubré por dónde arrancaríamos y a quién suponía que sería más fácil adelantar para no rezagarnos con quienes aparentaban ser más lentos.

—¡Nos vamos a ir pegaditos, Pau, siempre bien juntos! —le grité cuando la gente coreaba el cinco, cuatro, tres…—. ¡Arrancamos rápido y guardamos un poco de fuerzas para el final, ¿ok?!
—Ok, ‘pa —me respondió notablemente nerviosa cuando sonó en ese segundo el disparo de inicio.

En un dos por tres rebasamos a quienes teníamos adelante y poco a poco nos enfilamos a los carriles interiores para ganar distancia. Tendríamos a nueve o diez parejas todavía enfrente, un Hulk con su ironmancito, Thor papá e hijo, una Mujer Maravilla con su respectiva miniatura, otros cuantos más y en la punta el Capitán América papá con Capitán América hijo.

Entonces entramos a la curva, a la mitad de la carrera, faltaban cien metros, necesitábamos correr enserio para tener posibilidades.

—¡Es ahora, Pau, con todo!

Y tal cual, como unos auténticos velocistas, comenzamos a rebasar a todos. Creo que jamás había acelerado tanto el paso, sentía que se me dormían las piernas y me faltaba el aliento. No fue sino hasta que acabamos que me impresionó como Paula me sostuvo el ritmo. Corríamos hechos uno, a toda velocidad, tras la pareja de Capitanes América, quienes aceleraron a fondo cuando nos descubrieron a su acecho.

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—¡Vamos a rebasarlos, Paula! —grité al final de la curva para animarla y lo mismo para intimidarlos—. ¡Son nuestros!
—¡Señoras y señores, nada está decidido aún! —se escuchaba una voz masculina emocionada por las bocinas del estadio, secundada por las exclamaciones de los que observaban la carrera desde las gradas.
—¡Sigue duro, Pau!

Y los rebasamos.

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Faltaba poco, muy poco para alcanzar la meta y Paula y yo íbamos en primer lugar con los Capitanes América pisándonos los talones.

Mis músculos estaban extenuados, mis piernas no podían más, pero mi mente sí. Me vi perfectamente en el podio, Paula y yo fusionados en un abrazo con el primer lugar en nuestras manos, colgando de nuestros cuellos. Sentía el triunfo, lo respiraba, lo vivía como hacía tanto tiempo no. Extrañaba la gloria, esa bendita sensación de la victoria, de ser el mejor…

Pero algo pasó…

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—¡Papás, vayan a la velocidad de los niños! —decía ahora el del micrófono—. ¡Con cuidado, por favor, no los jalen! —insistía mientras el público eufórico se afligía con una carrera digna de una película de Hollywood o de las que suele proyectar mi mente cuando corro, aunque esta vez se trataba de la absoluta realidad.

A lo lejos, Mayu, que nos vio rebasar una por una a cada pareja en lo que ella corría al paso del pequeño Lorenzo, pasó de las lágrimas de la emoción y del mismo sentimiento de gloria que comparten los que se quieren cuando alguno triunfa, al desconcierto total, pues no alcanzaba a distinguir con exactitud lo que sucedía.

—Esa niña está volando —probablemente comentaría algún asistente en la tribuna, o en la pantalla gigante de la explanada que transmitía los hits.

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Como pude intenté primero que Paula no cayera y después que recuperara la vertical y el ritmo.

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Y lo conseguimos…

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Pero tanto ella como yo estábamos agotados, exhaustos, y los Capitanes América no perdieron la oportunidad y nos ganaron por apenas unas zancadas.

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Confieso que al cruzar la meta me sentí mal y no me supo nada bien el segundo lugar, pero bastó un momento para entender y asimilar que mi hija y yo habíamos tocado el triunfo, porque realmente lo experimentamos, lo sentimos en nuestras manos entrelazadas aunque hubiera sido en un santiamén, y un instante así dura lo suficiente para recordarlo una eternidad y motivar a una persona a perseguirlo todos los días de su vida para revivirlo.

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—¿Sentiste lo que es ganar, Pau? —le pregunté ya que se recuperó y luego pensé para mis adentros que siempre necesitas de alguien más para triunfar, siempre, y sobre todo para disfrutar el éxito, porque a solas la mayor de las victorias sabe a derrota—. Gracias por recordarme lo que es verdaderamente ganar.

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Hacía tiempo que no estaba tan cerca del triunfo. A unos pasos solamente, a escasos metros, a segundos. Pude acariciarlo. Lo vi frente a mí, lo sentí, lo vibré. Fue mío, fue nuestro.

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Las personas nunca debemos acostumbrarnos a no ganar, porque tarde o temprano nos habituaríamos a perder, por lo cual resulta tan importante competir constantemente contra uno mismo y ponerse retos, aunque sea el de 200 metros de Spiderman.

Tocar el triunfo. was originally published on FJ KOLOFFON


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