Pocas frases más espeluznantes. Quizá, la más esquizofrénica de todas. Tenemos que hablar. Basta que alguien se dirija a ti y la pronuncie para imaginar lo peor: ¿Y ahora qué hice?, ¿cómo se habrá enterado?, ¿se referirá a esto o aquello?, ¿cuánto sabrá?, ¿y ahora qué voy a hacer, qué invento? ¡Cómo diablos me atreví!
Si proviene de los padres, suena amenazadora. En boca de la pareja, peor todavía, a divorcio, mínimo. Del director de la escuela, del superior jerárquico de la oficina o de algún amigo, nos hace suponer que nos equivocamos en algo y que estamos metidos en un grave aprieto.
“Estoy feliz por el equipo, pero tenemos que hablar”, le advirtió Checo Pérez por la radio abierta a Christian Horner, jefe de Red Bull, tras cruzar en segundo lugar la meta del Gran Premio de España hace poco más de una semana. El mexicano tenía la posibilidad de llegar primero —o cuando menos de defender la posición—, pero por una estrategia de equipo le dieron prioridad a Verstappen y recibió la indicación de dejarse rebasar para que el neerlandés pudiera superar en los puntos de la clasificación al monegasco Charles Leclerc, de Ferrari.
Si bien Sergio acató las órdenes y mantuvo la cordura, una vez concluida la carrera se atrevió a manifestar su inconformidad con fiereza y contundencia. Nunca es fácil confrontar al jefe, es casi tan difícil como una carrera de la Fórmula 1, más ante los ojos y oídos de todo el mundo. «Tenemos que hablar», se escuchó en México, Suiza, Brasil, Sudáfrica, Inglaterra, Austria, Abu Dabi, en los cientos de millones de hogares donde ya se sigue la máxima categoría del automovilismo alrededor del planeta.
Y en ese instante todo cambió: el sentimiento, la atmósfera, las condiciones, la visión, el objetivo. Su atrevimiento, elemento esencial en cualquier osadía, surtió efectos. Con su expresión de descontento, y la decencia que lo caracteriza, se le puso al tú por tú al jerarca de la escudería, se situó al mismo nivel que su coequipero y rompió ese techo que parecía separarlos. A partir de ahora, a mi parecer, todo será distinto, pues el de Guadalajara traspasó sus propios límites y abrió una puerta por la que tengo la sospecha de que habremos de verlo transitar a toda velocidad.
Checo necesitaba una prueba para sostener su argumento de que él podía, y esa prueba se llamaba Mónaco.
Ayer fue un gran día para el automovilismo mexicano y, también, para asimilar la importancia de levantar la voz ante esos silencios, a veces injustos, a veces incómodos.
Estoy en Facebook, Instagram y Twitter. Trabajo en Koloffon Eureka y en La Novelería.
Columna publicada en el periódico El Universal.