Ser papá es a veces ya no querer ser papá. O imaginar, para que no se escuche tan malvado, cómo sería no serlo: adiós noches de desvelo, o porque el bebé llora o porque el hijo que va en preparatoria sale de fiesta; nada de colegiaturas ni honorarios de terapeutas; ningún tipo de preocupaciones, malas contestaciones o conflictos de la adolescencia; divorcios sin repercusiones desmedidas; cuentas bancarias llenas, menos viajes a Tuxpan, más a la Península Ibérica.
El domingo, mientras corría la durísima Carrera del Día del Padre, con esa tremenda subida de regreso por el periférico sur de la Ciudad de México, me acordé del chiste que cuenta mi amigo Arturo cada que salen los hijos a tema: «Cuando están chiquitos te dan ganas de comértelos, y ya que crecen dices “Uta, cómo no me los comí”». No pude evitarlo, me vino a la cabeza y me causó gracia.
Por lo menos en dos ocasiones pensé en detenerme. Estaba realmente cansado, pero, como se leía en una de tantas cartulinas que nos mostraban quienes fueron a echar porras a lo largo de la ruta, renunciar no es de papás.
Es lo realmente bonito de este medio maratón, su semejanza con la vida de un padre de familia, lo duro del camino pero lo reconfortante de transitarlo, de ir dejándolo atrás, de constatar que somos capaces de superarlo, muchas veces sin entender cómo.
Vivir y correr son viajes predominantemente solitarios —por lo menos en mi caso—, propicios para la introspección, para asimilar que el milagro está en el paso a paso, para hacer recuentos de lo acontecido, para asumir lo que somos y en lo que nos hemos convertido.
Ser papá es sacar fuerzas de lugares insospechados, es agotarnos, aburrirnos y querer tirar la toalla. Es levantarnos, hacerle frente a la frustración, a las responsabilidades y hacer de pronto las paces con nuestra propia irresponsabilidad y algunos de nuestros fracasos. Es batallar con las expectativas y, a veces, contra los vicios. Ser papá es intentar salir airoso. Es querer ser el mejor, a pesar de todo, especialmente de uno mismo.
Acabé satisfecho la carrera. Respiré hondo, avancé un poco, me recuperé y me hice a un lado para evitar estorbar. Me detuve del barandal de protección, estiré cuanto pude y me quedé esperando a mi esposa ahí, cerca de la meta, porque eso también somos los papás: esperar a las esposas.
A mi lado, un reportero comenzó a entrevistar a otro papá que llevaba el dorsal 5073 y las siglas “Tona” en su camiseta. Estaba tomado de la mano de su pequeña hija.
«¡Aquí feliz con mi hija que corrió conmigo los últimos 200 metros! —le respondió eufórico, todavía jadeando—. ¡Es una campeona que aguantó hasta el final el paso!»
Y es que, por más que hay días cuesta arriba en los que renegamos, si algo somos los papás es eso: el deseo de que nuestros hijos destaquen, que sean mejores que nosotros, que nos superen, que triunfen, que se sientan reconocidos y amados, por más que nosotros de repente seamos una pesadilla. Eso, por sobre todas las cosas, es ser papá.
Estoy en FB, Twitter, IG y LinkedIn como @FJKoloffon. Y trabajo en La Novelería y en Koloffon Eureka.
Texto publicado en el periódico El Universal.