Acabo de perder mi sudadera favorita. A mis 43 años. Como si tuviera ocho, en la primaria, donde extravié loncheras, chamarras, mochilas. Lo único bueno de perder cosas a estas alturas de la vida es que nadie te regaña. Bueno, las esposas, cuando se levantan creyéndose tu mamá o si lo perdido fue un regalo suyo.
Me acuerdo la vez que no encontré una pequeña navaja suiza azul que me trajo mi papá de un viaje de trabajo. Volteé la casa y no apareció. Viví días de angustia. Perdí un poco el sueño. Seguido me preguntaba por la maldita navaja y yo fingía demencia. Luego pasaban meses y volvía a acordarse. Hasta que se le olvidó.
Desde entonces yo me prometí nunca regañar a mis hijos por tonterías. Ni por ensuciar los sillones, ni por perder navajas suizas, ni por sacarse cincos. Pero, sí, con los años de repente se pierde también la memoria —como una sudadera—, y un día, inevitablemente, sacas a ese ogro de tus adentros y te conviertes en el malo del cuento.
No es preciso decir que perdí la sudadera. Empezaba a sentirse el frío otoñal y salí muy temprano de la casa, más abrigado de lo habitual. Después de dos vueltas al circuito donde corro habitualmente, me dio calor, me la quité y la amarré a un árbol. Al día siguiente, mientras la buscaba en el cajón con los tenis ya puestos, até cabos en mi cabeza: nunca la recogí.
Rápido corrí al Vivero. No estaba, nadie la reportó, nadie la tenía, había desaparecido. Mi sudadera negra, la favorita, un regalo —sí— de mi mujer. Es increíble cómo se ha perdido la educación y la honradez. Incluso, el miedo de la gente a que la vean robar.
Ayer mi hijo tuvo partido de futbol a las frías siete de la mañana y pensé en mi sudadera. Me dio coraje, aunque más haber perdido 3-2 cuando teníamos el juego en las manos. A veces las cosas que tenemos en las manos igual las perdemos, lo mismo que la razón, los amigos, el sentido, los boletos de estacionamiento, la salud o los perros. Nada es para siempre, ni siquiera el miedo. Basta un solo regate para que un niño lo pierda y súbitamente confíe que puede burlar a tres, a cinco y meter el gran gol.
Hubiera querido perder la mesura y festejar como un loco. Sin embargo, perdimos y nos eliminaron. Perdimos la confianza desde que nos ganaron el segundo partido del torneo. Y tampoco es tan grave, no es para perder los papeles, no es como perder el número de teléfono del amor de tu vida, o un avión o la ilusión de despertar. Hay días para perder sudaderas y partidos.
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Columna publicada en El Universal.