Todos tenemos puntos, si no necesariamente débiles, sí sensibles. Y no me refiero en esta ocasión a lo emocional, si no al cuerpo.
Recuerdo que desde niño, cuando me tiraba a tomar el sol en traje de baño, sentía esta imperiosa necesidad de cubrirme el ombligo. Todavía hoy, lejos de poder dejar mis brazos relajados a los lados de mi cuerpo mientras el sol me pega, o de acomodarlos de tal forma que los dedos de mis manos se entrelacen detrás de mi nuca a manera de una despreocupada almohadilla, me surge este apuro de ponerlas sobre mi ombligo para protegerlo, aún no sé de qué.
Es una de esas curiosas ideas que de repente se instalan para siempre en una cabeza sin dar una razón. Lo único que se me ocurre responder cuando alguien se percata de mi inofensiva psicosis y pregunta por qué me recuesto así, es que mi ombligo es sagrado.
Nunca suelo tocarlo, ni a mí me lo permito. A tal grado llega desde entonces mi aversión que cada vez que Estetoscopio Medina Chaires, entrañable personaje de Víctor Trujillo en La Caravana, se hurgaba a cámara el suyo, yo me retorcía de ansiedad.
Sin embargo, hace unos diez años que empecé a correr con más intensidad, un día noté una minusculísima protuberancia justo en el borde inferior de mi suspicaz ombligo, una bolita casi microscópica. Primero quise creer que se trataba de mi imaginación, pero cuando me animé a palparlo, comprobé que ahí había algo y fui al doctor.
Su dedo explorando mis entrañas fue una tortura. «Es una pequeña hernia, hay que extirparla», me dijo.
Yo que tanto cuidaba mi ombligo, ahora tendrían que abrirlo y sacarme ese microfrijolito que apenas se sentía, pues, según el médico, podía crecer y reventarse, sobre todo por el ejercicio y mis distancias largas corriendo.
Sin tomar otra opinión, le hice caso y, para mi sorpresa, no sólo desperté sin hernia, sino también sin ombligo. No me acuerdo por qué diablos me explicó que había decidido quitármelo y dejar en su lugar un horrible hundimiento en cuyo interior tejió un abultado nudo doble tipo pescador, supongo que para que no se me saliera todo el algodón como a un muñeco de trapo.
Según él iba a desaparecer, pero hoy sigue ahí, me duele y, para colmo de mis traumas, en estos meses de entrenamientos intensos rumbo a mi próximo maratón se inflama.
Deportistas: siempre tomen una segunda opinión. Yo, de no haberme operado a la ligera, quizá aquella bolita permanecería insignificante y ya me atrevería a asolearme con los brazos estirados.
Adiós y tan-tán.
Estoy en FB, Twitter, IG y LinkedIn como @FJKoloffon. Y trabajo en La Novelería y en Koloffon Eureka.
Texto publicado en el periódico El Universal.