Me fui a la cama con ansiedad. Sentía los latidos del corazón retumbar fuerte en mi pecho, rodeados de un gélido vacío. Eso me pasa cuando tomo café y me desvelo exageradamente. Casi nunca tomo café, pues en mi época de estudiante, semestre tras semestre, ingería completitas las materias de Derecho con jarras y jarras para no dormir durante un par de noches y alcanzar a estudiar para el examen. Desde entonces aborrecí el Derecho y el café.
Sin embargo, el jueves se me ocurrió pedir dos carajillos, con su respectiva dosis de café, que junto con el alcohol son, respectivamente, disparadores de taquicardia y angustia en mi organismo. Independientemente de la cafeína, por aquellos años universitarios se me alteró también el sueño. No padezco de insomnio como tal, simplemente, con tanta distracción, me tardo demasiado en ir a la cama: los chats, las redes, noticias, distracciones, pendientes, películas, series, las galletas con chispas de chocolates en la despensa, el sillón tan cómodo del cuarto de televisión… Entre una cosa y otra, me acosté tarde, muy tarde.
El viernes, otra vez, acabé durmiendo dos horas, y el sábado puse la cabeza en la almohada pasadas las dos de la madrugada porque tuvimos cumpleaños de una amiga, con karaoke incluido. Me quedaban apenas tres horas de sueño para levantarme a la carrera de diez kilómetros de la Cruz Roja Mexicana —como parte del entrenamiento para mi maratón de diciembre—, y me afligí porque nuevamente estaba ahí en mi pecho ese pumpin pumpin de mi corazón, como cantó uno de los invitados a la fiesta.
A pesar de que dormí muy profundo, todavía en la línea de salida me preocupó correr tan exhausto, con tan poco nivel de descanso después de sendos desvelos. Sabía que mi corazón necesitaba descansar, mis piernas, mis músculos, los pies, los ojos, mi cerebro, y le pedí con mucho fervor al cielo que no me muriera, que, sin importar el tiempo, pudiera terminar la carrera; vivo. Suena exagerado, pero últimamente han habido algunos casos y, la verdad, no estoy listo para ser el próximo.
En el recorrido me vinieron muchos pensamientos: “¡el seguro de vida!, tengo pendiente subir la cobertura para mi familia; de pronto ya estoy un poco cansado de correr, lo mismo que a veces me agota seguir persiguiendo mis sueños, ¿pues qué no pueden venir un día ellos a mí?; ¿y esta pinche recta, dónde diablos termina?, por favor ya que acabe, lo mismo que mi círculo vicioso; faltó que echará más desmadre de joven, más experiencias y encuentros; me urge arreglar el relajo de mis computadoras, los correos, el desorden de mis documentos y fotografías y, por fin, sacar del archivo muerto el incipiente avance del texto de mi futuro libro; no me puedo morir con tantos pendientes y sin haber hecho aún de mi vida lo que quiero, y todavía estoy muy lejos”.
Apenas horas antes, eso sí, cantaba eufórico al micrófono: “¡Me siento vivo!, ¡uoh oh oh oh oh! ¡Me siento vivo!, ¡uoh oh oh oh oh!”.
Para un corredor y para cualquier ser humano que pretenda romper sus propios récords y transformar mundos, el descanso y la recuperación son vitales. Las horas de sueño son años de vida y la posibilidad no nada más de soñar, sino de convertirnos precisamente en eso que soñamos.
«No puedo ser ya tan irresponsable», me dije al cruzar la meta y recargarme en uno de los barandales laterales para tomar un respiro y reponerme.
«Soy muy afortunado de estar vivo, de tener claro a qué vine y a qué pretendo dedicarme hasta el último aliento de mi vida, aunque me haya tardado; de tener una mujer y unos hijos fantásticos y, por si fuera poco, una madre, siempre entusiasta, cuya alegría y felicitación hace once años porque terminé mi primer maratón en el lugar 4,392, lo dice todo».
«Voy a tomar esta oportunidad, pues aún me siento vivo y quiero seguir adelante», me reiteré y encaminé por mi medalla. «¡Me siento vivo!, ¡uoh oh oh oh oh! ¡Me siento vivo!, ¡uoh oh oh oh ooooh!».