Hoy me preocupa un poco llegar a mi nueva casa, donde ahora a mí me toca ser el papá, porque es posible que mis hijas se enfurezcan tanto o más que mis padres en aquel entonces y me retiren el habla. Me advirtieron, con total seriedad, que si me pintaba el pelo de azul, me olvidara de ellas. Lo bueno es que a los niños los corajes se les olvidan rápido y del enojo pueden pasar a los abrazos en un solo instante. Me pinté una franja azul del lado derecho de la cabeza.
Durante mucho tiempo viví una vida de formalidades que me servía de pretexto para no cometer las locuras que me hacen sentir feliz y libre, como, por ejemplo, dedicarme a lo que amo, a lo que me gusta, a lo que quiero y a lo que me provoca tantos deseos y me da tantas ilusiones. El destino me había puesto en un sitio y a mí me parecía inconcebible desafiarlo por más que sentía que ahí no pertenecía. Y no me refiero concretamente al saco, a la corbata, a los jefes o a trabajar en una oficina. Ahí mismo y hasta en el lugar más confinado del mundo, uno puede ser libre. Se trataba más bien de revelarme contra mí mismo para poder liberarme y ser realmente yo, pues, incluso en un trabajo 24×7 o en el seno de una familia conservadora, se puede ser dueño de tus propias decisiones.
No es fácil quitarte tantas ataduras, escapar de esas toneladas de expectativas que te inmovilizan o romper las restricciones que tú mismo te impones y que te impiden ser tú. De hecho, creo, de eso se trata la vida desde el principio hasta el fin, de liberarte todos los días, de combatir y vencer los miedos, los prejuicios, los pensamientos y los malos hábitos, para entonces llegar a ti mismo y levantar los brazos. Todos las mañanas nacemos de nuevo, somos una posibilidad infinita.
Correr ha sido parte fundamental de mi liberación, y el domingo, tras postergarlo dos años, correré mi segundo maratón, el de la Ciudad de México. El primero lo sufrí como un vía crucis, pero durante los cuarenta y dos kilómetros viví una auténtica redención que pretendo revivir en un par de días —aunque ahora sí, espero, sin demasiado dolor—. Esta vez me preparé mejor, me puse en manos de un entrenador, de un maestro al que me acercó mi esposa.
Los maestros son fundamentales para los inexpertos como yo, no sólo en el recorrido del maratón, sino en el transcurso de la vida, porque, finalmente, correr es muy parecido a vivir. El domingo, después de dejar atrás todo lo que ya no me sirva y desprenderme de lo que me estorba, pretendo llegar a la meta radiante, resplandeciente, ligero, contento y libre, tal como me gustaría morir cuando llegue el día.
Principalmente corro para alcanzarme, para volver a mí, para encontrarme, para hallar ideas y descubrir las maravillas que llevamos dentro. Así me conecto, me renuevo, me reconcilio conmigo, con mi mujer, con mis hijos (que espero para entonces ya me dirijan la palabra), con mis padres, mis hermanos, con el universo que me ilumina y me hace entender que cada quien crea su propia vida. Y yo, dure lo que dure cada circunstancia, soy un afortunado de poder vivirla así, con esa simbólica línea azul en mi cabeza, la misma que guía a los corredores durante la ruta de todo maratón. Dicen que estas carreras se corren con el corazón y se terminan con la mente, y yo ya traigo eso muy fijo en la mía.