Lo extraordinario sucede un día cualquiera. Y si uno va de suerte, en el momento menos esperado puede correr con la fortuna de presenciar pequeñas películas maravillosas que se proyectan clandestinamente en el transcurrir de la vida.
Eso es para mí la vida, una sucesión interminable de películas espontáneas que vamos protagonizando unos y otros sin darnos cuenta, y que sólo existen si alguien lleva los ojos bien abiertos y las descubre.
Las más conmovedoras no se actúan, sus personajes son más bien francos, absolutamente libres, y no se desenvuelven conforme a ningún guión. Apenas hace unos días me tocó ver una que me emocionó.
Corría, para no perder la costumbre, en los Viveros de Coyoacán. Ya parezco promotor del circuito, donde, por cierto, este año jamás atrasaron el reloj. Siguen en el horario de invierno y, a cada vuelta que doy, lo miro y pienso cómo los pequeños detalles hablan tanto. Pero volvamos al presente, donde se rueda el largometraje infinito: comenzaba la recta final y del lado derecho de la pista me tope con un extenso grupo de niños en fila india, resguardados por varias maestras.
Se trataba de una excursión de niños con capacidades especiales, según alcancé a ver, con Síndrome de Down. Supongo que pertenecían a alguna institución y que era el esperadísimo día de paseo. Las misses, como ellos las llamaban, vestían con bata azul, uniforme de guerra del diario, y estaban muy pendientes de su fragoroso batallón. Si bien el lugar es silencioso, esa mañana todo era algarabía a su paso.
Niñas y niños caminaban radiantes aquella mañana nublada. Unos cantaban mientras avanzaban con bastante orden, a otros los asustaban las ardillas y luego se carcajeaban, un par miraba los árboles y, uno, el más pequeño, no le apartaba la mirada con sus gruesos anteojos a los corredores. Pronto, era de esperarse, rompió filas y echó a correr como nosotros.
Conforme rebasaba a toda velocidad a sus compañeros, éstos le gritaban de todo:
—¡Corre, Max!”
—¡Max, Max, Max!
—¡¿A dónde vas, Max?!”
—¡Rebásalos, tú puedes, Max!
Y así fue como un día común y corriente acabó por convertirse en una carrera digna de una película de la Mostra de Venecia.
Max corría desbocado, concentrado en sus rivales, particularmente en una corredora de unos 30 años que iba a su lado, quien comenzó a hacerle el juego de que lo perseguía sin alcanzarlo. La que no fingía era la cuidadora que un minuto antes le permitió correr como caballo de carreras. Ella no consiguió alcanzarlo.
A su competidora, la de 30 que venía en segundo lugar detrás de él, se le ocurrió decirle, para tratar de que se detuviera, que aquel reloj con el horario de invierno era la meta. Yo trotaba cerca de ellos en tercer lugar, al lado del camino, viendo cómo todo pasaba.
Max cerró los últimos metros como Superman cuando vence a la locomotora en la película uno. Cuando levantó los brazos y volteó a vernos, algunos con los ojos bien abiertos aplaudimos.
Columna publicada en el periódico El Universal.
Hay escenas del día a día a las que si les ponemos música, nos dejarán claro que, efectivamente, esto del existir es un cine encubierto. Yo, a este pequeño cortometraje de Max, le puse “Al lado del camino”, de Fito Paez, y me pareció épico, apoteótico…
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