Cualquier situación difícil, vista a largo plazo, se magnifica. Lo mismo sucede con los problemas y los retos: si los visualizas a futuro se vuelven gigantes en tu cabeza.
Un maratón no es cosa fácil, y darle demasiadas vueltas a los kilómetros previo a recorrerlos, es agotador. Yo soy muy dado a pensar en la línea de salida en todo lo que falta y, mal hecho, en los posibles contratiempos: que resurja una lesión, que si el estómago, la sobrehidratación, calambres, ampollas, agotamiento…
Por eso, una carrera así de larga es recomendable vivirla en el presente, como la vida, que tampoco es un recorrido sencillo. De lo contrario se vuelven eternas, pierden encanto y dejan de disfrutarse. Es mejor pensar con ilusión en el paso que viene y entregarse al camino, abrirse a lo desconocido y recuperar la capacidad de asombro: durante cualquier trayecto pueden ocurrir acontecimientos extraordinarios.
Así me pasó la última vez que corrí el maratón de la CDMX, en 2015. Decidí no enumerar lo complicado y preferí hacer un recuento mental de lo bueno por venir: “En el km 19 estarán mi mamá y mi hermano; en el 30 encontraré a mi mujer; en el 40, en la frontera de lo posible y lo imposible, a mis hijos”.
Así fue más grato, aunque claro que sufrí contrariedades: una piedrita en el zapato y un tirón en la ingle. Es inevitable, siempre habrán imprevistos.
En cuanto entré a Insurgentes, la recta final, me percaté de la corriente humana de la que formaba parte y enseguida sentí el poderoso río místico de la vida fluir por mis venas. A pesar del dolor en las piernas, supe que todo era posible y que todos éramos uno.
En medio de ese éxtasis me topé con Carlos. Corría con una guía, no podía ver, por lo menos como los demás entendemos. Avanzaba detrás suyo y pude leer su nombre en el dorso de su camiseta.
—¡Vamos, Carlos! ¡Estamos cerca! —lo alenté cuando me le emparejé y tuve que callarme porque de la emoción no podía respirar.
Entonces pasó algo inesperado. Con la misma emoción y con la humildad más contundente que yo haya escuchado, me respondió:
—¡Corre por mi vida! —gritó con la mirada transparente apuntando a donde ellos miran, al alma.
Jamás alguien me había pedido algo tan serio y desde lo más profundo, y ahí me quedo claro que cuando nos comunicamos a ese nivel, las palabras traspasan las barreras de la razón y penetran hasta el espíritu de quien las recibe. Sí, comencé a correr con todas las fuerzas que me quedaban, por su vida, por la mía y por la de todos los que nos hemos sentido exhaustos y en la penumbra.
Por la noche busqué en la categoría de invidentes el resultado de Carlos y supe su nombre completo: Carlos Estrada Barcenas. Han pasado ya tres años, pero si estas líneas llegan a alguien que lo conozca, por favor dígale que corrí por su vida.
Columna publicada en El Universal: Maratón
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