Marajá.


En mi maleta de mano llevaba, junto con mi computadora, los pasaportes y la medicina con derivados de morfina que me recetó el doctor en caso de que sufriera alguna crisis lumbar durante el viaje, una bolsita roja miniatura de terciopelo donde guardé la onza de plata que nos regalaron a mi esposa y a mí en un extravagante bautizo la noche antes de volar a París. No sabía bien qué haría con ella, pero cuando vi a los dadivosos padrinos repartirlas, me les fui a parar al lado y con una sonrisa sobria les extendí mi mano con toda naturalidad, como si acostumbrara a asistir a eventos así de rimbombantes y a recibir bolos tan espléndidos.

En ese momento los medios internacionales no paraban de hablar sobre la inseguridad en México y las olas de violencia que azotaban a Acapulco, a Cancún y a nuestros principales destinos turísticos, así que, al contemplar la belleza de aquel singular recuerdo, me pareció que esa gente de otras latitudes a la que todo el día bombardean con noticias negativas de Le Mexique, debía conocer también el otro lado de la moneda.

“Lo bueno casi no se cuenta, pero cuenta mucho”, repite incesantemente el Presidente en cada pantalla que volteamos a ver, en un esfuerzo desesperado para que los mexicanos cambiemos nuestra perspectiva de las cosas y su popularidad y la de su candidato suban. Pero, lamentablemente, sus palabras se las llevan el viento, los pillos de su gabinete y las ráfagas de AK47 de los grupos criminales que son igual de inconscientes que la cúpula política, y acabamos siendo exclusivamente nosotros, los mexicanos de a pie, los únicos que podemos sostener la imagen de nuestro país.

Onza de plata mexicana.
Onza de plata mexicana.

En cuanto depositaron en mi mano firme y extendida aquel símbolo precioso de México, decidí que lo regalaría a alguien que fuera amable con nosotros durante los días que pasaríamos fuera. Y no es que me sobren las onzas de plata, pero tampoco me hacía falta, y quería deslumbrar por lo menos a un extranjero con la belleza de nuestra tierra, en un intento igual de exasperado de darle la vuelta a la manera en que de repente nos miran por el cúmulo de cosas que han visto y oído en las redes sociales y en los portales de noticias, y que son ciertas. 

Dos mexicanos con la posibilidad de visitar otros países, tienen la oportunidad de cambiar la imagen que un francés, un esloveno o un austriaco tienen de toda una nación, más si nos hospedamos en sus casas vía airbnb. Con solo dejárselas limpias (y completas) habremos pulido un poquito el nombre de México, pues está en cada uno demostrar que no todos somos un mochaorejas, un chapo, un romero-deschamps o un truhán marca emilio lozoya. Si aquí no les abrimos nuestras puertas, que allá estén tranquilos de que no se les va a ir a meter a sus camas.

Lo sorprendente es que cuando vas dispuesto a demostrar que las apariencias engañan, la magia comienza por asombrarte a ti mismo en primer lugar y de inmediato empieza a develarse ante tus ojos una realidad desconocida, quizás, la dimensión de la verdad. 

Cuál fue mi asombro cuando ya con nuestras maletas a media terminal 2E del Charles de Gaulle se nos acercó uno de tantos taxistas que suelen engatusar a cuanto turista se deja para llevarlo a la ciudad y sacarle un ojo de la cara. Yo tenía claro que prácticamente todos los aeropuertos del mundo están llenos de ese tipo de engañabobos, así que lo ignoré y jalé a mi mujer del brazo.

—No le hagas caso, vámonos, creo que es para allá —y me dirigí hacia una supuesta salida que llevábamos por lo menos diez minutos buscando para encontrar al Uber.
—“Monsieur!, Monsieur!”, insistía el hombre y no entendí qué más me decía, mientras yo le rechazaba con el dedo índice cualquier trato. 

Todavía nos alcanzó afuera, donde no había ninguna salida, y siguió hablándome. Yo ni lo miré, abomino a esa clase de farsantes, expertos en aprovecharse de los incautos, hasta que María Eugenia, quien sí entiende francés, me hizo ver que, aparentemente, sí quería enserio ayudarnos. Aquel hombre bien perfumado se había dado cuenta de que no teníamos la menor idea de a dónde ir y fue cuando vino a preguntarnos qué necesitábamos y a dónde exactamente nos dirigíamos. Se pusieron ellos dos a hablar y nos indicó que lo siguiéramos a un elevador para subir al nivel de arriba, donde esperaban los Ubers. Yo, adentro del ascensor, todavía no me la creía. “Lo único que pretende es bajarnos una propina”, pensé, pero cuando saqué la cartera para darle dinero, no aceptó y en cambio me dio una palmada en el hombro y se despidió con un acento entusiasta: 

—Bienvenue, amigo!
Enseguida me guardé el dinero y me sentí terrible. La vergüenza me abochornó, no sabía dónde meterme. 
—¿Ya ves? —me dijo María Eugenia con ese tono universal de las mujeres que nos deja tan mudos a los hombres en estas situaciones—. Lo único que quiso fue ser amable porque nos vio desorientados, estabas predispuesto. 

Varios franceses más se desenmascararon a nuestro paso por la ciudad de las luces y la imagen de engreídos que a voz del mundo los caracteriza, se desvaneció. Con su amabilidad retiraron poco a poco de mi retina ese velo de la ilusión de las apariencias que tejemos a lo largo de la existencia con la cantidad de opiniones que recibimos. Basta decir que a la mañana siguiente un tipo exageradamente bondadoso que se dirigía a su trabajo nos guió hasta un parque donde mi esposa pretendía trotar un rato. “A lo mejor, igual que el taxista del aeropuerto y que todos los que nos han dado la mejor cara de Francia en estos dos días, un día se hartaron de la fama de arrogantes y soberbios que les heredó algún apestoso”, pensé y me acordé que la onza de plata la había dejado guardada en la caja fuerte del cuarto; me habría gustado llevarla en los shorts para entregársela como un obsequio a aquel hombre. “Francia huele muy bien”, me dije.

Nos topamos con gente cordial por todos lados, mujeres y hombres a quienes quise hacer acreedores de mi pequeño tesoro, pero, o no lo traía en los bolsillos o me daba vergüenza sacarlo y parecer el Marajá de Pocajú, así que fui postergando el momento hasta que en otra ciudad, en otro país, en nuestro último destino —donde aseguran que la gente es ensimismada y fría—, un hombre por lo menos veinte años mayor que yo advirtió mi dificultad para subir mi maleta por unas interminables escaleras y espontáneamente me ofreció su ayuda. Acabábamos de llegar a Salzburgo, a un airbnb en la tercera planta de uno de los edificios más antiguos del casco de la ciudad, sin elevador. Yo acababa de romperme un disco de la columna y mi doctor únicamente me había ordenado tres cosas: levantarme cada hora de mi asiento en los aviones y caminar por el pasillo (lo cumplí a cabalidad), no correr (no le hice caso, pues, en el sublime parque adonde nos condujo el parisino encantador, me resultó imposible no hacerlo) y, finalmente, no cargar maletas. 

La entrada del airbnb
La entrada del airbnb en Salzburgo.

María Eugenia llevaba dos vueltas subiendo cosas y mientras ella estaba arriba yo permanecí en la calle resguardando el equipaje como un inútil, hasta que me decidí a intentarlo. Acomodé mi maleta de mano en un rincón dentro de aquella majestuosa y antiquísima edificación  e intenté arrastrar la grande por los escalones, hasta que ese solidario, cariñoso y simpático austriaco me hizo a un lado y se hizo cargo. Como Dios me dio a entender, traté de explicarle que no podía cargar nada pesado, él asintió para que me despreocupará y a duras penas me subí mi maleta de mano. Una vez arriba le pedí a señas que me esperara. 

El airbnb.
El airbnb.

—Un minutito, no me tardo —le dije tratando de que me comprendiera, al tiempo que le hacía la señal universal de “un instante” con el dedo pulgar y el índice casi chocando.
—Geh, geh voran, mit Zuversicht —me contestó tampoco sé qué quien después supe que vivía también en el edificio, con la camisa y el rostro completamente empapados. Pesaba horrores mi maletón.

El interior del airbnb.

Entré rápido a nuestro fascinante loft medieval, le pedí a mi mujer que saliera a entretener a mi bienhechor en lo que yo sacaba, ahora sí, la bolsita de paño rojo para llevársela al hombre que me ayudó por la pura buena voluntad que se le alcanzaba a distinguir en el semblante. 

Él no hablaba inglés, ni mi esposa alemán, así que no hubo manera de intercambiar palabras. Pero nos comunicamos: 

—Muchas gracias por ayudarme, oiga —abrí la bolsa roja y extraje la resplandeciente moneda.
—Oh, es ist ein Vergnügen, mit absoluter Freude —y sonreía.
—Un regalo, por favor. Un agradecimiento —continué y traté de darle el obsequio.
—Oh, es ist nicht notwendig! —respondió e hizo unos ademanes con las manos como diciendo que no podía aceptar algo así.
—De corazón. Por favor, de verdad. México. De México —y volví a acercar la onza a sus manos para que la aceptara.
—Oh, Mexiko. Wunderbar —contestó con un suspiro y la recibió con una leve inclinación de su cabeza.
—Un regalo de México, eh.
—Wie hell, schön. Vielen Dank Oh, Mexiko —continuaba con los señas de agradecimiento.
—Gracias, gracias.
—Was ihnen geboten wird, ich lebe hier, wir sind Nachbarn. Alles, such nach mir, ich helfe ihnen, es wird mir ein Vergnügen sein —trató de explicarnos que vivía un piso abajo, apuntando con su dedo hacia su apartamento.

Y así le dejé algo de México y mío. Y él algo suyo y de Austria a mí, de los europeos oscos y fríos. Y fue algo más que la plata o su ayuda, fue precisamente ese instante de conexión entre las personas que transforma la realidad y nos adentra en otra dimensión, la de lo auténtico, la de lo que es.

Café Tomaselli
Café Tomaselli

Luego de cansarnos de comer muchos pasteles en Café Tomaselli, volamos de regreso a México otra vez desde el Charles de Gaulle. Ya arriba del avión de Aeroméxico, en las pantallas de los asientos nos pusieron sus avisos y sus anuncios, su campaña de “Te demostramos que es distinto” (los creativos deberían aconsejar a los de “Lo bueno casi no se cuenta”) y conforme la veía me acordé que tenía pendiente mandarle un correo de agradecimiento a Angelica Jiménez, ejecutiva de Aeroméxico y quien, a partir de la odisea que vivimos un año atrás mi familia y yo en otro vuelo, se ha encargado de hacernos más fácil y placentero cada nuevo viaje y ha logrado que cambiemos la imagen que teníamos de la aerolínea, porque, sí, los únicos capaces de cambiar la imagen de una familia, de una marca, de un equipo de futbol o de un continente, somos las personas que los conformamos.   

Si un día ven a un turista perdido por aquí, oriéntenlo, seguramente lo acercarán a la verdadera esencia de nuestro país.

[Este no es ningún anuncio, ni airbnb ni Aeroméxico me pagan (todavía)]


comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *