Los edenes de mi padre.


Si quieren encontrar a mi papá, búsquenlo en el Ritz Carlton de Laguna Niguel, en el brunch de los domingos, devorando caviar y pasándoselo con champagne, mientras contempla desde los ventanales a los surfers dominar las olas. 

«Justo en estas playas de California empezó el movimiento y la música surf, niños», nos decía hace muchos años entre cucharadas de esos pequeños huevecillos negros que de vez en cuando nos invitaba a paladear como una recompensa de la vida, cuando todavía vivíamos y viajábamos los cinco juntos. «En serio, aquí es donde agarraron fama los Beach Boys», insistía.

En estos días hemos recibido cientos de muestras de cariño y condolencias. Todos los mensajes son muy parecidos, nos transmiten cariño, buenos deseos y en uno que otro —quienes compartieron vivencias con mi papá— nos cuentan anécdotas que nos emocionan. 

“Siento en el alma su pena. Sé que no hay mucho que decir en estos momentos, todas las palabras están dichas”, me escribió un amigo de Facebook. Sin embargo, entre tantos comentarios, de pronto me resaltan algunos que sí se diferencian y me hacen ver que no todo está necesariamente dicho, bien sea por la cercanía, por alguna peculiaridad o por frases que inconscientemente resuenan en mí.  

“Lo siento, Paco. No tengo palabras. Realmente es algo sumamente doloroso. Te deseo pronta resignación. Y que Dios lo tenga en un lugar donde se sienta feliz”, decía el mensaje de una amiga mía de la infancia, y entonces vi a mi papá en el brunch de los domingos del Ritz Carlton de Laguna Niguel, porque ese era uno de sus paraísos donde se sentía feliz.

Acto seguido, no pude evitar dar un recorrido por sus distintos edenes, por todos aquellos lugares donde Dios podría tenerlo ahora mismo porque lo hacían sentir feliz: en Broadway, en la función nocturna de El Fantasma de la Ópera; en las primeras filas de un concierto de Brian Wilson, o en el de Frankie Valli, aunque fuera en gayola; en su restaurante de mariscos favorito en el muelle de San Clemente; en un partido de la NFL o en una maquinita de Las Vegas; en la sección de caballeros de Neiman Marcus; en la sala de su casa con su CD de las gaitas a todo volumen; en un Cointreau on the rocks; con su falda escocesa en la cena de Navidad o Año Nuevo; en primera clase de un vuelo trasatlántico luego de pasar al Duty Free por sus corbatas Hermés; en las caladas de uno de sus cigarros Camel sin filtro; en un coche nuevo; en una buena película de Robert De Niro y Al Pacino con un bote extra grande de palomitas con mantequilla doble.

 

Mi papá fue un hombre sumamente exquisito. Sin embargo, hace cosa de cinco años, cuando se vio obligado a dejar de hacer todo eso que antes lo alegraba, vivió varios años triste, bastante triste. Tuvo que encontrarse los últimos días del 2018 al borde de la muerte y luchar durante más de cuatro meses por su vida en el hospital para arrancarse de tajo varios pensamientos que condicionaban su felicidad a esos pequeños placeres y lujos de la vida que a veces tanto nos confunden a las personas. 

Fue entonces cuando se dio cuenta de que la auténtica felicidad que le provocaban aquellos extravagantes sitios, provenía más bien de poder compartirlos con nosotros. Ahí estaba la magia. Y no lo digo yo, me lo dijo él.

 

Los dos últimos años de su vida, Francisco José Koloffon Duncan vivió en paz y se reconcilió con la sencillez. Pocas veces volvió a ponerse una corbata de seda; solo se subió a un avión, con destino a Mérida, y nunca más probó el champagne ni nada que alterara su percepción de las cosas. Mi papá fue feliz en su casa, los domingos, cuando nos reuníamos a comer todos. Por eso es probable que Dios lo tenga por ahí, entre nosotros, cada que nos juntemos en el comedor o en la sala de su casa, o cuando nos tomemos todos juntos una foto. 

Ya habrá tiempo para que te vayamos a buscar a los demás lados. 

 

Estoy en TwitterFB e IG como @FJKoloffon. Y trabajo en Koloffon Eureka y en La Novelería.

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