Para hablar de las memorias del éxito, primero hay que tratar de entender lo que realmente quiere decir éxito. No es una empresa fácil, pues cada quien suele tener su propia acepción a partir de lo aprendido en casa. Para unos significa triunfo; para otros, vencer. En muchos casos, éxito es sinónimo de dinero, y hay para quienes se trata de fama, reconocimiento, prestigio o lujo, de deslumbrar al que se deje.
Por eso siempre es bueno ir al diccionario. Las personas nos entenderíamos mucho mejor si lo leyéramos de vez en cuando. Y ya no necesitamos traer uno en la bolsa, ahora vienen con el celular. El de la Real Academia de la Lengua, en su primera definición, es muy claro: Resultado feliz de un negocio o de un acto.
Cuánta verdad hay ahí, el éxito es la sonrisa.
Conforme a tal concepción, el éxito es algo muy privado que a veces alcanza a verse en público. No es ganarle necesariamente a otros, aunque cabe en el sentimiento. Se refiere más bien a cumplir un anhelo, a alcanzar lo que deseamos, a un logro personal, no una competencia pública.
Bendito atletismo, en lo que somos capaces de pensar mientras entrenamos. Me tocaron ocho repeticiones de 400 metros y debía sacarlas en 80 segundos. Cuando lo leí en mi plan, no creía poder dar la marca. Sin embargo, luego me acordé que dos semanas atrás había marcado 40 segundos en los 200, y entonces lo vi un poco más cerca. Es cosa de ir haciendo mediciones proporcionales en la cabeza y, sobre todo, de recordar cuando fuimos capaces: revivir la sensación, reactivar el poder.
En el fondo, en nuestras inexploradas profundidades, en algún compartimento del cerebro, en una célula o en las emociones más atesoradas, resguardamos las memorias del éxito, aquella información de las muy personales hazañas que conseguimos en el pasado para regocijo de nuestro ser: cuando nos atrevimos a hablarle a la persona que nos gustaba, el gol del recreo con que coronamos al equipo, los elogios del maestro a los cuentos que escribimos, el aplauso en la obra de teatro de la secundaria, o, sí, los 200 metros que sacamos en 40 segundos a los cuarenta y tantos años. Lo que sea que nos haya auténticamente enorgullecido y sacado una sonrisa, no importa si fue tímida, imperceptible o, incluso, invisible.
Por ahí habitan todas esas memorias y sirven precisamente para revivir la sensación del éxito, para recordarnos que es posible, que sí es agotador pero que una vez ya pudimos y que, si no dudamos, otra vez podemos sonreír de felicidad.
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Columna publicada en el periódico El Universal.