Hace algunos años, cuando me cuestionaba cómo me gustaría morir, tenía claro que de forma repentina, súbitamente, sin ningún sufrimiento. Morir así, sin previo aviso, implica perder la vida en un accidente, o en la noche a medio sueño, de viejo. Un infarto, una bala, un resbalón fatídico; hay distintas maneras.
En repetidas ocasiones me vi cayendo en un avión mientras dormía, o despeñándome por un barranco. Nunca moría, siempre sobrevivía, o resucitaba…
El sábado pasado, a los 43 minutos del encuentro entre Dinamarca y Finlandia en la ronda de grupos de la Eurocopa, Christian Eriksen se disponía a recibir un saque de banda cuando comenzó a perder el equilibrio hasta desvanecerse. El mediocampista danés del Inter de Milán, quien todavía trató de hacer por el balón, se precipitó al césped y quedó boca abajo, con el rostro de lado y los ojos abiertos. Estaba muerto.
Simon Kjaer, capitán de la selección de Dinamarca —y el mismo que lanzó el saque de manos a Eriksen—, se apresuró a socorrerlo y detuvo su lengua, a la vez que solicitaba el ingreso inmediato de las asistencias. Algo terrible sucedía ahí, los jugadores de ambas escuadras se llevaban las manos a la cara, a la cabeza, se jalaban los cabellos, se apretaban los labios y las barbillas.
Tras los doctores de la selección de Dinamarca, enseguida llegaron los paramédicos de la UEFA. Le dieron masaje cardiaco y sólo con el desfibrilador pudieron revivirlo. Christian Eriksen resucitó, le devolvieron la vida, los signos vitales, el aliento. Volvió como muchos volvemos en esos sueños en los que morimos, de los que despertamos incluso con taquicardia.
El partido también se detuvo. El Parken Stadion de Copenhague quedó en suspenso por dos horas. Los aficionados permanecieron en sus butacas y la grada finlandesa comenzó a corear espontáneamente el nombre de Christian. Acto seguido, los locales respondieron desde su tribuna con el apellido de su número 10: «¡Erikseeen!». Unos y otros lloraban, se conmovían y se abrazaban sin mirar el color de las camisetas.
Si algo nos acerca a nuestra humanidad, eso es la muerte. Morir, al igual que nacer, son los dos instantes que nos hacen exactamente iguales a todos, los que nos hermanan, los que nos reconectan, los que nos permiten concentrarnos en lo importante y no en las rivalidades o las victorias. Por eso, cuando brotan en nosotros sentimientos que nos hacen sentir vivos, o que desfallecemos, nos entendemos y nos regocijamos de pertenecer al colectivo, porque entonces recordamos quiénes somos, aunque la memoria no nos permita evocar de dónde venimos ni a dónde vamos.
Ahora no estoy seguro de cómo quisiera morirme. ¿Y usted? ¿De un momento a otro o preferiría tener tiempo para despedirse, para pedir disculpas, para depurar el celular, los archivos, para decirle a los suyos cuánto los quiere y que pronuncien su nombre mientras lo despiden con cánticos y su música favorita?
Nada más hay que tomar en cuenta que la vida no formula este tipo de preguntas, sino que directamente nos pone las situaciones enfrente. Así que, al despertar, pregúntese: ¿Si hoy llegara mi día, me iría sin nada planeado o con todo previsto?
Nunca se sabe la hora y no siempre resucitamos.
Estoy en Twitter, FB e IG como @FJKoloffon. Y trabajo en La Novelería y en Koloffon Eureka.
Columna publicada en el periódico El Universal.