La gran orquesta (tres minutos).


(Inspirado en hechos reales)

El primer minuto.

Los coches se detienen sin razón aparente; la luz de los semáforos brilla verde sobre Calzada de Tlalpan y Taxqueña. La misma escena se repite por todas partes de la capital del país. Nadie parece sorprendido, ningún conductor toca el claxon. Hay quienes apagan los motores, abren las puertas de sus autos y descienden. Sus acompañantes también, adultos, jóvenes, ancianos, niños. Otros permanecen dentro y, en aparente calma, sueltan los volantes y la prisa. Algunos, incluso, sus celulares, que marcan en sincronía las 13:14 horas del 19 de septiembre, año 2018. La tecnología ya no permite vivir a cada quien a su propio ritmo, conforme a sus manecillas, hoy la vida de prácticamente todos transcurre a idéntica velocidad. Todos llevamos la misma hora en nuestros teléfonos y en nuestros relojes inteligentes, ya no le podemos decir a nadie que su reloj va adelantado cuando llegamos tarde. Cada vez es más difícil engañarnos. 

El bullicio de una de las ciudades más grandes y caóticas del mundo, como por arte de magia, cede poco a poco, como cuando alguien implora silencio a una multitud con un “shhh” que se propaga como un murmullo que termina por aplacar todas las voces en un auditorio. Así ocurre en este instante en calles, avenidas, comercios y oficinas, a un año exacto del segundo terremoto que sacude a la Ciudad de México en 19 de septiembre, al grado de tirar varios de sus edificios y poner fin, en esta ocasión, a la vida de 228 mujeres, hombres y niños, según cifras oficiales, que siempre tienden a la baja, como nuestro devaluado peso. En distintos puntos de Morelos, Oaxaca, Puebla y Chiapas, los daños no fueron menores y continúa la reconstrucción de poblaciones enteras que fueron destruidas.

La gente ha enmudecido. Nadie habla ya, a diferencia de lo que ocurría hace justo 365 días, cuando a la una de la tarde con 14 minutos y 40 segundos, nuestras paredes se cimbraban, las maderas crujían, las construcciones se tambaleaban y las ventanas de algunos se convertían en los mismos vacíos por los que a muchos se nos estuvo a punto de escapar el alma antes de que nos tapáramos la boca con las manos.

Por ahí está la historia de un hombre mayor que por la intensidad del movimiento de la tierra perdió el equilibro y cayó desde su despacho, en un segundo piso de la colonia Condesa, al asfalto ardiente, entre gente despavorida y alaridos, mientras al sur de la ciudad, Lukas, un creativo publicitario, interrumpía un audio de WhatsApp para sin siquiera meditarlo salir corriendo a toda velocidad rumbo a la escuela de sus hijos con un nudo en la garganta y los pensamientos desatados.

Minutos después, al mismo tiempo que Lukas recuperaba el aliento cuando comprobó que los tres pisos del colegio estaban en pie, Erick entraba de vuelta al edificio de Medellín 176, esquina con San Luis, en la Roma, para recuperar algunas de las pertenencias que dejó sobre su escritorio al evacuar la oficina durante el terremoto, entre ellas un itinerario de viaje aterrizado a lápiz en una hoja de papel con el que sorprendería a su esposa y su hija: fin de año en la playa. Cuando se lo guardó en la bolsa del pantalón con una sonrisa en la boca, todo se vino abajo, el avión en el que soñaba volar de la mano de su pequeña niña, los castillos de arena, la constructora para la que trabajaba, el techo, los planes, la familia.

Diego, quien ese día trabajaba también en la colonia Roma en una sesión de fotos para su nueva obra de teatro, escuchó el estruendo del edificio que se derruyó a media cuadra, uno de los que sí cayó enseguida, en plena convulsión de la tierra. Nadie le pidió autógrafos, quizás porque la gente a su alrededor parecía ser parte del elenco de la misma película de ficción en la que lejos de huir de la gigantesca nube de polvo y destrucción, se apresuraban hacia ella para ver si conseguían salvar a alguien atrapado entre los escombros. O, a lo mejor, porque ante la muerte lo primero que fenece es la fama y sólo subsiste lo auténticamente importante, el verdadero valor de la vida, que alcanza hasta para poner en riesgo la propia.

Un año después, Diego guarda silencio en estos instantes en el asiento del avión que lo lleva a California, a Los Ángeles. Apenas hará una hora que la señora que va sentada junto a él en la fila dos del vuelo 19 de Aeroméxico le pidió una selfie. Ahora él, cortésmente, le pide silencio, porque ella pretendía hacerle plática. Es de Estados Unidos, al parecer, y no tendría por qué tener idea de los tres minutos de silencio que guardamos hoy a esta hora todos los mexicanos donde sea que estemos. Pensará que es un tipo presumido, chocante, pero desconoce que calla porque decidimos invocar el silencio para así volver a escucharnos y estrecharnos como aquél fatídico 19 de septiembre de 2017, cuando el personaje que va sentado en la ventanilla a su izquierda dejó de ser famoso por un día.

El homenaje de hoy es una conmemoración para reconocer a todos, víctimas, sobrevivientes, brigadistas, donadores, soldados y a héroes como los de la ferretería Materiales del Parque, de la colonia Condesa, quienes donaron la totalidad de su inventario a los rescatistas apenas ocurrido el temblor: chalecos, palas, picos, cuerdas, plantas de luz, rotomartillos. La convocatoria ha sido absoluta, la ciudad está detenida, el silencio es un auténtico milagro, máxime aquí, en esta urbe de barullo.

José es de los que prefirió quedarse dentro de su vehículo, que detuvo igual que cientos de conductores en las inmediaciones del multifamiliar Tlalpan a las 13:14 de su teléfono móvil en medio de una impresionante concentración de gente. Algo, no sabe a ciencia cierta qué, lo condujo ahí tal como la tarde en la que reinaba el caos, adonde llegó luego de haber dejado a su familia segura en su casa. Probablemente se trató de una réplica del impulso que entonces movilizó prácticamente a la ciudad completa, el mismo que provocaba esa sensación de decaimiento o ese sentimiento de sinsentido en quienes, por la razón que fuera, no estaban ahí, entre esa marea humana, entre ese ejercito de civiles que levantaba lo mismo el puño que piedras, vigas y el ánimo de una sociedad nuevamente colapsada.

Pero en el universo de lo invisible, donde hacen falta lentes de cuarta o quinta dimensión para percibir lo que a simple vista no es fácil distinguir, claramente se apreciaba que todos de cierta manera conformábamos esa corriente, ese afluente de personas, y que el caudal de energía corría por las venas de todos y cada uno, aun por las de a quienes se encontraban exhaustos tras el terremoto y por las de quienes habían padecido otros movimientos igualmente rotundos en sus vidas, como Ángel Jesús, el niño de ocho años al que operaban a corazón abierto en el Hospital Infantil cuando los 7.1 grados alcanzaron el clímax del Padre Nuestro que rezó Alejandro, el médico que encabezaba la cirugía y quien no salió corriendo a la escuela de sus hijos. En el mundo de lo sutil hasta la compasión, las plegarias y las buenas intenciones sirven —aunque tampoco entendamos ni nos demos bien cuenta para qué—, más si son colectivas.

El caso es que hoy José siguió exactamente la ruta que recorrió un año atrás abordo de la bicicleta abandonada de su esposa, con ese asiento durísimo que le dejó el culo adolorido por un par de días. Hacía casi treinta años no se montaba en una y le tomó unos minutos hallar de nuevo la estabilidad sobre las dos ruedas. Las vialidades primero lucían vacías, la ciudad, que normalmente está a reventar de tráfico en pleno martes a las cinco de la tarde, parecía un pueblo fantasma. Empero, poco a poco, conforme se acercaba a la desgracia —que a veces se muestra inmisericorde ante nosotros en un abrir y cerrar de ojos o a la vuelta de la esquina—, empezaba a respirarse la tragedia. El semblante de las personas denotaba devastamiento, sus movimientos, sus ademanes, los gestos, las preguntas respecto a dónde estaban los edificios caídos.

Abordo del coche, José recuerda como si fuera ayer cómo las piernas le temblaban a escasos dos kilómetros ya del derrumbe. No resultaba fácil andar de la nada en bicicleta por las sobresaltadas calles de la CDMX, ni tampoco a pie para quienes llevaban horas de camino a su hogar con el impaciente anhelo de abrazar a los suyos sanos y salvos, pues, con el temblor, el transporte público fue suspendido el resto del día. En un semáforo en rojo, donde aprovechó para apoyar los pies en el suelo y descansar del asiento, se cruzó con Andrés, quien no había tenido otro remedio que quitarse los zapatos por el tamaño de las ampollas y caminar así, descalzo, con las plantas de los pies negras, hasta la puerta de su casa herida. Un par de veces levantó el dedo gordo de la mano izquierda en un intento de que alguien se compadeciera y lo acercara, pero muy pronto desistió y, como una especie de vagabundo interdimensional, continuó resignado, con sus mocasines del trabajo dentro de su maletín y con una extraña sensación de abandono que muchos simultáneamente padecíamos.

A varios kilómetros de ahí, al norte de la ciudad, después haber sido embestida por una horda de coreanos despavoridos en las escaleras de emergencia de la oficina para la cual todavía hoy colabora, Alicia caminaba con la mirada perdida y el suéter rojo que un extraño a media calle se quitó para ponérselo de cabestrillo y sostenerle el brazo derecho que literalmente le colgaba desde el hombro por el impacto contra el piso. Cerca de la colonia Doctores, la esposa del amable desconocido, quien hacía dos navidades le había regalado el suéter que acabó como trapo de primeros auxilios de Suburbia, se despedía para siempre de su amante en el motel de Viaducto donde acababa de pasar el peor susto de su vida: morir aplastada por toneladas de concreto, en un hotelucho de porquería, desnuda con su compañero de trabajo que tan mal le caí a su marido. Lo único que cruzó por su mente cuando peor se sacudían la cama y las persianas, fue qué pensaría su familia al reconocer su cadáver y conocer la historia de su desgracia. “Es una pesadilla, una mala broma”, pensaban ella y todos los valientes que se atrevieron a evacuar las habitaciones del motelucho de paso para refugiarse en el garaje, en el punto de reunión, donde les cayó encima una loza de irremediable vergüenza y otra de arrepentimiento. Unos se tapaban la cara, aunque nadie se volteaba a ver, otros terminaban de vestirse a duras penas, los demás se alejaban un poco para hablar con sigilo por sus teléfonos descompuestos. Finalmente el hombre de seguridad les avisó que podían entrar a los cuartos por sus cosas. El amante se rehizo de su cartera, su corbata y su saco, ella de su bolsa y de esa consciencia que resurge en las personas con un acontecimiento de esta naturaleza, pero que poco a poco se relaja con el transcurso de los días, lo mismo que el flagelo del remordimiento y el látigo de la culpa, que pierden fuerza con la vuelta a la rutina, como las promesas de amor eterno al darle la espalda al altar. Sobre División del Norte, vecinos desalojaban sus departamentos y viviendas por los daños irreparables en sus estructuras. Todo dolía, especialmente la fe.

Sin embargo, por otro lado, los voluntarios aparecían por doquier, así como las emociones. ¿Dónde habían estado escondidas tantas personas que brotaron quién sabe de dónde para salir a hacer el bien? Los sentimientos contrastaban, mas no es que se contrapusiesen, se reconciliaban. La desolación, la tristeza y la perdición por una parte, la solidaridad, la magnificencia y la fortuna de estar vivos, por la otra. Ahí, ante los ojos de todos, estaba el equilibrio, en la bicicleta de José, en la ética del doctor Alejandro, en la generosidad del hombre del suéter rojo y en los millones de mexicanos grandiosos que son el contrapeso de los truhanes de las noticias, y que soportan la balanza de la vida en un permanente idilio entre lo positivo y lo no tanto.

Así, espontáneamente, las calles se convirtieron en ríos de seres dispuestos, comandados en su mayoría por jóvenes inexpertos, apasionados e increíblemente organizados, unos avanzaban con determinación y otros ponían orden. Entretanto, los automovilistas, a vuelta de rueda y absortos en una mezcla de incredulidad y vulnerabilidad, por fin se cedían el paso, se daban las gracias y se conmovían tan solo de atestiguar, como ponía aquel tuit, que los jóvenes habían tomado las calles. A más de uno se le salían las lágrimas cuando los contemplaba dirigir el tráfico como si lo hubieran hecho toda su vida, como si hubieran nacido para eso, como cuando te estremece un director de orquesta o el mismísimo Nobuyuki en la apoteósica apertura del concierto número uno para piano de Tchaikowsky, y en lo profundo te hace sentir el indescifrable motivo de la existencia.

Los humanos somos capaces de crear obras maravillosas, una sola persona por sí misma es capaz de componer una sinfonía excelsa o de construir una escalera al cielo, basta con que entre en sintonía consigo. “¿Qué sería de este país y del mundo entero si viviéramos colectivamente en armonía?”, se preguntó José para sus adentros a un costado del multifamiliar de Tlalpan apenas descubrió las cadenas humanas trabajando al unísono en un mismo objetivo: la vida. “Seguramente, nos convertiríamos en la gran orquesta. En la mismísima sincronía”, se respondió con inusual contundencia, inmerso en esa dimensión donde convergen las coincidencias y las casualidades, donde cualquier cosa es posible, donde podemos convertirnos en lo que queramos: en la novena sinfonía de Beethoven, en la velocidad de la luz, en una marea humana, en suelo firme, en una bandera, en el águila, en perros, en hormigas y hasta en topos. Los mexicanos estábamos tristes, pero conscientes de nuestros poderes, despertábamos del letargo. Y es que la vida cualquier día te mata, y la muerte, con un solo cariño, cualquier día te revive.

Minuto dos.

José respira hondo abordo del coche, necesita aire, parecería haber resistido bajo el agua sin oxígeno los primeros sesenta segundos, como un buzo, sumergido en los recuerdos de aquella todavía cercana tarde de donde emerge en este instante el nombre de Guadalupe Nolasco. Lo escucha en su cabeza. Guadalupe Nolasco. ¿Qué sería de ella? ¿La habrían rescatado con vida o murió? ¿La habrían rescatado siquiera? ¿Por qué buscaban a sus familiares? “¡Familiares de Guadalupe Nolasco! ¡Familiares de Guadalupe Nolasco!”, los llamaban en voz alta, con insistencia, pero nunca se presentaron, por lo menos durante el tiempo que él permaneció ahí. José desea subirse al techo de su coche con un altavoz y volver a preguntar por ella, un año después, quizás por aquí se encuentre, en el tributo a quienes perdieron la vida en el edificio multifamiliar que se desplomó sobre calzada de Tlalpan y Taxqueña. “¡Guadalupe Nolasco!”, grita en su mente. Le sería reconfortante saber que vive.

Al día siguiente del terremoto José volvió ahí acompañado por su esposa. No había mucho qué hacer, los voluntarios sobraban, las calles y avenidas aledañas a los derrumbes en las distintas zonas de la ciudad estaban desbordadas, igual que las tiendas de autoservicio, donde más de una cajera fingió pasar mantas y otros productos por el lector de código de barras para no cobrarlos y engrosar las donaciones de quienes les pedían cerrar la compra cuando alcanzaran determinada suma. Los clientes sonreían asombrados, con disimulo, junto con los que esperaban su turno en la fila encogidos de hombros al percatarse del atrevimiento. Walmart lo desconoce, pero donó un poco más de lo que presume. Las brigadas llevaban y traían víveres, vendas, gasas, artículos médicos, esperanza, de aquí para allá.

En una lista con varios nombres pegada en el área de primeros auxilios del multifamiliar, José buscó con el dedo índice a Guadalupe Nolasco, sin éxito. Los repentinos silencios cimbraban de nueva cuenta el alma de los presentes. Los puños en alto, las miradas expectantes hallándose la una a la otra, los cartelones de “silencio”, los rescatistas pidiendo señales de vida. El silencio.

Karina consiguió un megáfono y se plantó frente al acaecido 176 de la calle de Medellín, un edificio de cuatro plantas reducido a un montón de escombros que ya únicamente albergaba las ilusiones de quienes a través de los medios se enteraban de que ahí estaba sepultado Erick, su hermano. “No nos vamos a mover de aquí hasta que te tengamos con nosotros”, le avisaba por el aparato con la voz tan desgarrada que acababa por rompérsele.

Simultáneamente, el sonido del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México anunciaba la llegada del vuelo número 180 de All Nipon Airways, mientras Juan Villoro, sentado próximo a la ventana de su estudio, trataba también de extirparse palabras de las entrañas que luchaban asimismo por escapar de su característica pero resquebrajada serenidad. Los 38 rescatistas japoneses que venían abordo del avión nipón para ayudar en las labores del terremoto a los cuerpos de salvamento mexicanos, fueron recibidos con los mismos aplausos que “El puño en alto”, el emotivo texto que publicó al día siguiente el escritor mexicano en el periódico Reforma luego de conseguir salvar, entre respiración y respiración, frases no sólo afortunadas de haber salido vivas, sino milagrosas.

Las casas, las escuelas sin grietas, ciertos negocios y parques, se transformaron en centros de acopio. Recibían desde alimentos no perecederos hasta insulina para el susto. Restaurantes caros, de comida corrida, fondas y loncherías abrieron sus puertas a voluntarios sin cobrarles un quinto. Otros preparaban tortas y sandwiches que los chicos malos repartían en sus Harley Davidson, los hipsters en sus motos tipo vespa y los ecologistas en sus bicis con canastillas. María, Eugenia, Regina, Paula, Lorenzo, Chucho, Luis, Vivian, Mercedes, Chana, Juana, Cristina, Zutano, Mengano y Perengano llenaban coches, camionetas y las cheyennes con rumbo a Xochimilco, a Izúcar de Matamoros, Tetela del Volcán, Jiutepec, Jojutla, Juchitán y a Jiquipilas. Buena parte del país sufría y sufre todavía al concluir el segundo minuto de silencio.

El último minuto.

José observa con atención las nubes y evoca a los rescatistas israelíes reunidos en círculo entorno al hombre que tocaba el schofar. Han abierto las puertas del cielo con este instrumento sagrado de viento hecho con el asta de un carnero puro. Primero emitió una nota prolongada, no necesariamente muy estable, luego descargó una metralla de soplidos. Sabina Berman documentó el ritual y el sonido de aliento semejante a una especie de clave morse, quizás similar a la que emitía en ese preciso instante Erick con el golpeteo de su dedo índice contra el trozo de madera sobre el que yacía bajo los cuatro pisos del edificio de Medellín, a lo mejor no tanto para que le abrieran el portal invisible, sino para hacerle saber a Karina, su hermana, que la escuchaba por el altavoz, que se lo agradecía con todas las fuerzas que le restaban y para pedirle que, ellos también, tuvieran fe.

Arriba del coche, José reflexiona acerca del peculiar misterio: a pesar de la grandísima tragedia hubo algo que nos permitió sentir grandiosos: volvimos a comunicarnos. Nos entendimos, nos reconectamos, experimentamos la compasión y el amor al prójimo, nos reconciliamos, regresamos a las raíces, tocamos nuestro núcleo, comprendimos fugazmente el motivo absoluto, la razón de todo, la esencia. Lástima que la sensación de grandeza sea efímera, como el orgasmo donde se concentra la vida. Los milagros son así, súbitos, como los sustos o la concepción. Fue simplemente una casualidad, como la existencia, no fue resultado de los misiles de Corea del Norte ni consecuencia del calentamiento global, mucho menos fue un castigo divino. Se trató de una coincidencia que movió al país entero, que propició cambios.

Vienen ahora a su mente los japoneses quitándose el casco: es Erick. La reverencia lo conmueve, el reconocimiento a la vida de un completo extraño le aguada los ojos, el homenaje a las víctimas, a los heridos, a los militares, los marinos, los policías, a los brigadistas, a los rescatistas, a los generosos, a los testigos, a quienes a partir del 19 de septiembre de 2017 cualquier tipo de vibración les lleva a pensar lo peor y a quienes el ruido que sea les suena al eco de la alerta sísmica, activando esas angustiosas memorias.

No se cumplen aún los tres minutos, sin embargo, en los adentros de José empieza a sonar Sull’aria… che suave zeffiretto, el duettino angélico de Las Bodas de Fígaro, de Mozart, mientras en los confines de su imaginación reproduce su escena favorita The Shawshank Redemption, cuando Andy se encierra en el privado del director del penal y hace sonar por todos los altavoces de la prisión precisamente aquella pieza de redención con la cual libera por unos momentos a todos los presos. Ya alguna vez en su vida, José había fantaseado con la idea de irrumpir en las oficinas del Gobierno de la Ciudad de México y maniatar a los encargados del sistema de la alerta sísmica para poner Radio Ga Ga de Queen a todo volumen por toda la ciudad. La ciudad necesita una especie de ritual, como el de los japoneses o los israelíes, música que brote del corazón de esas bocinas para sanar el territorio, a la gente, sus memorias y liberarnos a todos, por qué no, de la cárcel, de las cargas y los pesos de la cotidianidad. Después de todo, somos la gran orquesta.

Exactamente a las 13 horas con 17 minutos y 40 segundos, el estruendo del claxon de un microbús, termina con el ensueño colectivo. Pareciera como si el maldito chofer estuviera subido en una locomotora y jalara la soga de la bocina para romperle a propios y extraños los tímpanos. 

—¡Órenle, jijos de su pinche madre, aváncenle que hay que convertir la chuleta en ribai —grita a diestra y siniestra, tal vez, borracho. —Parece que tendremos que luchar contra ustedes toda la vida, desgraciado —alcanza a mascullar José al poner en marcha su auto, mientras, unos coches atrás, la esposa del hombre del suéter rojo le escribe por WhatsApp a su amigo de la oficina: Hola.

(Foto de imagen destacada: Lourdes Christlieb)


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