Terminé la carrera y la cosa empeoró. Me recibí y se volvió insoportable. Mi día lo repartía entre los tribunales y el despacho, en juntas fuera de la oficina, en las oficinas de los clientes que para entonces se comunicaban directamente conmigo para tratar sus problemas, asuntos y negocios. Mis días de pasante acabaron y mis obligaciones y deberes se incrementaban, daban miedo. Usualmente me asustaban el sueño o de plano no me dejaban dormir, además de por el tiempo que les invertía, porque me alteraban los nervios. Juicios de millones. Consultas de las que dependían decisiones de primer nivel de empresas con estados financieros de la rodada de la reserva de dólares del Banco de México. Me había metido poco a poco en donde no quería meterme y de donde aparentemente nunca saldría, un mundo que no me gustaba, que me era intolerable, inaguantable. Un mundo en el que no cabía. Estaba metido hasta el cuello.
No salía antes de las 11 de la noche. “I work at night. I see today with a newsprint fray, my night is colored headache grey. Don’t wake me with so much. Daysleeper…”. De 9 de la mañana a 11 de la noche en episodios normales de trabajo, porque tenía rachas en que la salida se prolongaba a las 3 o 4 de la mañana, sin olvidar días enteros metido en la oficina, buceando entre expedientes de 9 de la mañana a 9 ídem. Un simple regaderazo de agua separaba un día de otro, baños que me revivían a una cuarta parte de capacidad motora e intelectual, y de retache a Brontës & Associates. Era una máquina viviente. Mi récord fueron tres días sin cerrar el ojo, al menos no en una cama, quizás tres minutos consecutivos con la cara clavada al teclado de la computadora, despertado brusca y peligrosamente por el ring asesino del teléfono, del que emergían voces neuróticas de clientes ladinos e inconscientes que creían ser el único al que atendía, gruñidos abominables y pedantes que nos confundían a mis colegas y a mí con robots jurídicos ensamblados en serie, nulos de sueño, otros deberes y vida propia.
—Yo no sé cómo, pero tienen que arreglarme el problema, licenciado. Hagan lo que sea, pero arréglenlo, ustedes pueden, ustedes son abogados —decía un cliente por el teléfono.
“Abogados, cabrón. No magos”, quería decirles, pero sus palabras eran órdenes. Facturación, más facturación.
La única distracción era el alcohol. Noches de bares y discotecas, la anterior idéntica a la siguiente. Una repetición perfecta. Copia fiel. Siempre la misma mierda. No tenía otra cosa que hacer. Los planes y actividades extralaborales eran limitados. Auto limitación. Consumía mis días sin beneficios. Siempre la misma mierda. Los mismos tugurios, las mismas personas, los mismos comentarios, las mismas actitudes. La misma mierda. Me identificaba con Bill Murray en Groundhog Day, la única diferencia era que en lugar de despertarme con Sony & Cher, me despertaba con Gutiérrez Vivó y su Monitor de la madrugada. Si ése era mi destino, no fue muy difícil imaginarlo e imponérmelo. “Gracias, qué amables son allá en las alturas, se los agradezco”.
¿Qué no se supone que cada quien tiene una misión o de perdida una función en la vida? Mi misión parecía, más bien, repetición. Siempre la misma mierda. Estudiar, trabajar, embriagarme y dormir.
(Fragmento de El Astronauta Terrestre de F.J. Koloffon. Descárgalo gratis en fjkoloffon.com)