Resulta irónico que en esta era de las comunicaciones, las personas nos comuniquemos cada vez menos. Especialmente porque, en el fondo, todo mundo quiere ser escuchado y tomado en cuenta. Todos deseamos ser vistos, que nos dirijan la palabra a los ojos.
Por eso, quien nos presta atención, nos hace sentir especiales. Y, aunque son pocas las personas con este don, afortunadamente las hay. Yo tengo la suerte de conocer a dos: a mi entrenador de atletismo y a quien fuera mi maestra de musicoterapia, en paz descanse.
A Rubén, de quien ya he hablado en esta columna, lo encuentran todos los miércoles en la pista de Villa Olímpica. No sé con exactitud cuántos corredores formamos parte de su equipo, pero en el turno de la mañana habremos fácil veinte. Todos, sin excepción, nos acercamos a él, todos buscamos un poco de su exclusividad, de su retroalimentación, sus consejos y su crítica constructiva. De su mirada.
Y ahí está él para nosotros, no nada más dispuesto a oírnos con total escucha, sino también con la capacidad de alejarse y tomar su espacio para concentrarse en observarnos, para fijarse en la zancada de cada uno, en el braceo, en la postura, en el instante en que cruzamos la línea de salida y llegada, porque en su sencillo reloj Casio lleva los tiempos de unos y otros, desde el de su mejor velocista hasta el del más rezagado. Encima sabe, porque nos conoce, cuánto cronometraremos.
El interés en los demás y la atención son igualmente músculos que deben ejercitarse para fortalecerse. Es una práctica a la que a veces me recrimino no dedicarle el tiempo justo, sobre todo cuando descubro a mi pequeño hijo emocionado después de reconstruir paso a paso para mí el golazo de Messi, ese que festejo dizque con sorpresa, pues en realidad no lo atendí por distraerme con la factura por cobrar o en la que olvidé corregir.
Lupita, en cambio, atendía con su absoluta presencia a cada uno de sus alumnos, que no éramos pocos. Al final de cada meditación musicalizada, a través de la cual guiaba aquellos viajes misteriosos, destinaba un tiempo a cada quien. Al que salía en lágrimas de su estado lo reconfortaba, lo oía, le prestaba toda su atención. Acto seguido, cerraba los ojos, tomaba una respiración y volcaba toda su presencia al radiante. Y así con el siguiente hasta llegar al último. Cómo no sentirnos especiales y únicos.
«Eso lo aprendí de mi maestra, es cuestión de entrenarse», nos confesó en más de una ocasión, lo que me devuelve la esperanza de poder hacer sentir un día así hasta a los que llaman para ofrecer tarjetas de crédito.
Estoy en Facebook, Instagram y Twitter como @FJKoloffon.
Columna publicada en el periódico El Universal.