El sastre de Coyoacán.


En su local hay cinco máquinas de coser, cuando menos a la vista de los clientes. Unas son para telas suaves, otras para los textiles más reacios: cuero, gabardina, mezclilla gruesa, lona. También varían por el tipo de puntada, aunque todas son igualmente hipnotizantes, por lo menos para mí que voy ahí sólo de vez en cuando. 

Al ponerme en sus pies o, mejor dicho, en sus manos (juego que gusto mucho de practicar con propios y extraños: intentar meterme en su piel y, especialmente, en su cabeza), me da la impresión de que el ruido de aquellos aparatos y el vaivén de la aguja, me arrullaría.

Pero nada más alejado de la realidad, me corrige Don Manuel Calleja Márquez, a quien en casa conocemos como “El sastre de Coyoacán”, a pesar de que hay muchos. Para deslizar la tela y tatuarla con precisión sobre la placa de la intimidante aguja, se requiere coordinación de las manos, los pies y la mirada. Es una especie de baile que Don Manuel practica desde que tenía 16 años y que ni siquiera ahora, a los 68, presumiría de ejecutar con los ojos cerrados. Es un oficio que requiere de toda la atención y el respeto. 

Quien no respeta su trabajo no se da a respetar. No me lo dijo, porque es un hombre de pocas palabras, pero se lo vi en esos ojos que tantos millones de veces han contemplado la aguja subir y bajar mientras él oprime y suelta el pedal de la máquina al ritmo que Dios le da entender a quienes se dedican a lo que aman. «Yo trabajo por amor», eso sí me dijo, y no creo que para complacerme.  

“¿Es una suerte de meditación?”, pensé preguntarle pero me abstuve, sabiendo de antemano su respuesta. 

El sastre de Coyoacán

El maestro, como yo lo llamo, comenzó de aprendiz en la calle de Francisco Sosa, en el Barrio de Santa Catarina, y en 1991 abrió su propio negocio: Sastrería José (en honor a su hijo, quien lleva ese nombre y trabaja junto a su papá desde pequeño), en la calle de Progreso, justo frente a los Viveros de Coyoacán, por donde ha visto pasar también muchos corredores desde que se independizó. 

«Nunca fui deportista», me respondía en lo que me tomaba medidas para arreglar las camisas de mi papá que escogí hace poco de ese clóset que no hemos conseguido despejar desde hace ya nueve meses que partió de este mundo raro. «Nunca imaginé que un día saldría de la sastrería con shorts y playera a darle vueltas al vivero». Y es que hace tres años, cuando cumplió 65, la doctora le ordenó hacer ejercicio si quería combatir la diabetes y seguir zurciendo.  

Algunas ocasiones me lo he encontrado —no muchas, pues él va en la tarde, cuando baja un poco la clientela—, no tan concentrado como en su máquina, pero sí atento al siguiente paso, porque al correr igualmente se debe guardar atención y respeto. Quizá por ello se ha aficionado y de pronto se le pasa la hora a trote como un respiro, según dice. «No es que correr me haya cambiado la vida, pero definitivamente me la mejoró», concluyó y me entregó la nota con la cuenta. «El miércoles en la mañana le tengo todo».

Don Manuel lo mismo arregla vestidos de quinceañera que trajes de oficinistas, ropas que pasan de niño en niño, disfraces, herencias y shorts y playeras de corredores. Por si ocupan.    

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El sastre de Coyoacán

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