Cada día último de mes, en mi bandeja de entrada recibo un correo de Rubén Ordoñez, mi entrenador, con el plan de entrenamiento del mes por venir. Siempre comienza con un saludo, seguido de una breve perspectiva del plan, el panorama de lo que ve para mí.
“¿Cómo estás, Francisco? Hay que aprovechar el regreso a ‘nuestros espacios’. Se empieza a sentir el retorno y sabemos bien las ventajas que nos ofrecen las sesiones en la pista de Villa Olímpica. Es el lugar para entrenar rápido. Piénsalo”.
Los lunes —como era de esperarse—, tocan cuestas. Últimamente las hago en Ciudad Universitaria, junto al hermoso estadio de beisbol de nuestra gran Universidad Nacional Autónoma de México. Cuando voy de bajada junto al pedregal volcánico y los pastizales secos, inevitablemente me da por imaginar que se me aparece una víbora de cascabel y me manda directo al asteroide B 612, el pequeño planeta de El Principito. Pero aquí sigo.
Martes y jueves son de cardio, trotes de 60 a 75 minutos para aflojar además los músculos. Por lo regular, voy a Víveros de Coyoacán, donde la última vez casi me peleo con un tipo que, muy orgulloso y sin conciencia alguna, se la pasó sonándose la nariz con la mano por todo el circuito.
—¡Ya párale!, ¡nos estamos tragando tus mocos!
—No vi que ibas a pasarme —me respondió el cínico—. Pero ya, no armes bronca y sigue tu camino —todavía me dijo muy desafiante el puerco.
—¡Y tú respeta el de los demás! —y sí, lo rebase y seguí mi camino para no respirar ni su idiotez.
Miércoles y viernes hago fartleks o repeticiones en la pista, mi talón de aquiles. Procuro cumplir los tiempos del plan y acabo rendido. Me frustra cuando no lo logro, y el coach no es que me consuele: «¡A ver si ya vienes más seguido, Koloffon! ¡Hay que ser constantes!».
“Hay que ser constantes”, me repito el sábado durante la distancia que marca el programa de entrenamiento y que me sirve para reflexionar. “Hay que ser constantes”, sí, porque transcurren los meses y llega un plan de entrenamiento y otro, los estados de cuenta de las tarjetas y los teléfonos. También, las confirmación de pagos de las igualas de los clientes —por fortuna— y, claro, las colegiaturas. Los mismos correos de todos los meses, que me recuerdan el paso del tiempo y todas las cosas importantes que no realizo: las mías, aquellas por las que vine a la Tierra y por las que no me quiero ir todavía al asteroide B 612.
Por más ocupado que esté, siento que realmente no hice nada en el día si no le dedico por lo menos una hora a lo mío. Esta columna es un tranquilizante, una aspirina, pero ya me toca escribir un buen cuento. Queda aquí asentado el compromiso.
Al final del plan de entrenamiento, mi coach suele concluir con un breve mensaje: “Espacios que hace poco permanecían vacíos debido a nuestra ausencia. Estadios añorando multitudes, recordando vítores, tal vez haciendo eco de hazañas memorables. Pistas que aguardan la energía de sus atletas, pues sólo así vuelven a tener sentido y a reencontrar su razón de ser. Celebremos este retorno”.
Somos nuestros propios estadios, por eso a veces nos sentimos vacíos. Es hora de regresar a nosotros, a lo nuestro, llenos de ese gozo que cimbra nuestra propia cancha, entusiasmados por la pasión que nos movía antes de que adquiriéramos tantas responsabilidades y de que nos bombardearan mes a mes con tantos estados de cuenta.
Volvamos a nosotros, regresamos a nuestro espacio y celebremos este retorno.
Estoy en Twitter, FB e IG como @FJKoloffon. Y trabajo en La Novelería.
Columna publicada en el periódico El Universal.