«Los personajes tienen que tomar decisiones morales para ser interesantes. Deben demostrar carácter, no ser unos papanatas, si no será difícil que sobresalgan en la historia», enfatizó Guillermo Arriaga en el curso de escritura cinematográfica que tomé con él hará unos diez años.
A pesar de haber llegado más lejos que cualquier otro guionista mexicano, Guillermo da la sensación de ser un tipo cercano. Ni Hollywood, ni Charlize Theron, ni los premios o los elogios tuiteros han conseguido engreírlo. Si bien a cada obra se engrandece, Guillermo permanece en su sitio y no olvida sus orígenes, a pesar de haber tocado el cielo en Cannes.
Creció en la Unidad Modelo de la delegación Iztapalapa, donde vivían también los hermanos Tena, Alfredo y Luis Fernando. De esto me enteré el viernes pasado en una charla transmitida vía streaming por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, en la que el nuevo ganador del Premio Alfaguara apuntó: «La clase de teatro de la secundaria y la de deportes fueron las que marcaron mi vida como escritor. En la de teatro leí a los más grandes autores. Deportes me enseñó el rigor necesario para lograr las cosas».
Y, de pronto, apenas al minuto siete de juego de la entrevista, surgió esa misma magia característica de sus películas, donde las vidas de los personajes se entrelazan: «Quiero hacer un reconocimiento público a alguien que no sabe nisiquiera que influyó en mi vida: es Alfredo Tena, el futbolista. Fue mi vecino y yo vi cómo con puro tesón se convirtió en profesional. No jugaba muy bien, no era nada técnico, a diferencia de su hermano, pero sí duro como nadie. Yo pensaba “¿Cómo un tipo con tantas limitaciones puede llegar a ser capitán de la Selección Nacional?”. Pues dedicándose en cuerpo y alma a la pelota. Y, quieras o no, esos ejemplos te marcan».
Las cicatrices físicas juegan un papel importante en sus obras. Le sirven para contar historias sin necesidad de contarlas y redimensionar así a sus personajes. Pero también los sucesos y las memorias inciden como pequeñas incisiones en su subconsciente, pues a todos nos marca cierta gente, a veces la más inesperada.
Como profesor, Guillermo no sospecha el tamaño de la población de alumnos que llevan algo suyo en el inconsciente, en el espíritu y la pluma. «Quien se dedica con rigor y voluntad, acaba llegando», insistía curso a curso cuando todavía daba clases en las aulas de la Universidad Iberoamericana. Recuerda Alexandra Borbolla, su exalumna en la carrera de Comunicación, esa historia rebuscada de un accidente del que a su vez surgían varias historias: la de la modelo, la del perro baleado y el atrapado, la del vagabundo a sueldo y las demás que años después conformarían «Amores Perros», la cinta que cambió la manera de hacer cine en México y el mundo.
«Sus historias provenían de experiencias reales, de la calle, de pandillas, de peleas, de las luchas más perversas, del dolor, de la desgracia humana y el sobrevivir», cuenta la hoy fotógrafa. «Un día en el salón nos platicó que en una golpiza perdió el olfato, y yo supuse que a raíz de ello sus personajes tan dispares —esos que poco o nada aparentan a veces tener en común— se conducen a través de la intuición y el instinto, y es ahí donde coinciden».
Si las vidas del Capitán Furia y la del maestro Arriaga están conectadas de un modo tan profundo, tampoco resulta disparatado imaginar que un niño con un rifle en Marruecos pueda afectar el devenir de una niñera mexicana en Estados Unidos. “Babel” me encanta y pronto leeré “Salvar el fuego”. Desconozco la trama, pero en estos tiempos oscuros de pandemia, terremotos, volcanes y bosques que arden, ojalá aborde el que a mi parecer es actualmente el principal problema de la humanidad: que los corazones ya casi no se incendian.
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Columna publicada en el periódico El Universal.