Mi hija está leyendo “Open”, la biografía de Agassi, quien en su momento revolucionó el deporte blanco y lo impregnó de color con sus destellos de genio. A Andre no le gustaba el tenis, por lo menos no de la forma como muchos entendemos. Su padre lo obligó a jugarlo desde los siete años hasta convertirlo en el número uno.
“Juego al tenis para ganarme la vida, aunque odio el tenis, lo detesto con una oscura y secreta pasión. Sin embargo, sigo jugando porque no tengo alternativa”, cuenta en el primer capítulo de sus memorias.
El legendario jugador de Las Vegas vino a mi mente cuando la televisión enfocó a Ivan Ljubicic, entrenador de Roger Federer, mientras este era vapuleado por Nadal, el sensible y obsesivo rey de la arcilla, a quien el viento de Roland Garros le tiró el viernes sus botellas supersticiosas de agua, sin consecuencias.
El parecido entre Agassi y Ljubicic —amplificado por la calvicie— es notable, casi tanto como el amor con que el suizo y el mallorquín le pegan a la pelota, a diferencia de lo que sentía Andre: “Ese abismo, esa contradicción entre lo que quiero hacer y lo que de hecho hago, es la esencia de mi existencia”.
También apenas esta semana, durante una reunión con un cliente para quien estoy escribiendo precisamente su biografía, saltó a mi atención una anécdota sobre unos tíos suyos que nacieron en uno de los lugares más recónditos del planeta y de donde nunca se atrevieron a salir. “Sus hijos se fueron, sus parientes y sus amigos más cercanos se fueron de ahí para ir a buscar a otro lado su destino”, me platicaba. “Ellos no porque se volvieron esclavos de su negocio. Les daba miedo, no sabían hacer otra cosa y murieron atados a su caja registradora. Mucha gente se vuelve esclava de su trabajo”.
Traigo esto a cuento por dos razones. La primera, pues resonó conmigo: decidí renunciar a las oficinas para dedicarme a lo mío y acabé convirtiéndome en una oficina donde poco sé de mí porque hay que ganarse la vida. Y, dos, el deporte en México: ¿cómo es posible que la mayoría de los atletas no puedan dedicarse de lleno a lo suyo y, en cambio, les recorten los paupérrimos apoyos?
Ojalá no jueguen con los sueños de los atletas. Ojalá Ana Gabriela Guevara no se convierta en otra esclava y se acuerde de esa emoción previa al disparo de salida, de esa certeza que sienten los afortunados que han descubierto en el deporte la razón de su existencia o el propósito de su vida: la expansión del espíritu.
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Columna publicada en el periódico El Universal.