Llevo varias semanas preparándome para el XXXI Maratón de la Ciudad de México, aunque no tantas como debiera según el plan de entrenamiento que bajé de Internet recientemente. Y es que apenas el 16 de junio pasado que crucé la meta de la Carrera del Día del Padre, me cruzó por la mente la idea de correrlo. Aquella mañana, en cuanto acabé de correr, supe que ya nunca pararía.
La única carrera en que participé antes fue a mis trece años en una de tres kilómetros entre alumnos de distintas escuelas. Jamás me preparé, había sido la primera vez que me ponía unos tenis para correr. Sin embargo, para mi sorpresa y la de mis padres llegué en tercer lugar. Recuerdo como si fuera ayer el sentimiento de gloria que me provocó el triunfo y aún hoy evoco la emoción cuando necesito volver a sentir lo que se siente ganar, así revivo la sensación de la victoria y recupero la fe para alcanzarla. Hace tiempo no gano nada, lo que no necesariamente significa que haya perdido.
No soy un tipo que disfrute particularmente de competir contra los demás, suficiente es luchar a diario con uno mismo y luego reconciliarse. Pero la verdad es que tampoco me gusta que me ganen, así que en los últimos cuatrocientos metros de las pocas carreras que he corrido acelero a fondo para que nadie me rebase. Me gusta levantar los brazos al llegar y mirar al cielo.
Entre semana suelo ir a Los Viveros de Coyoacán, circuito de dos kilómetros en el que mi imaginación me ha transportado a las Olimpiadas. Hace unas semanas me aventé un cierre espectacular con dos chinos, un español y un ruso. Les gané la medalla de oro en los últimos metros ante la euforia de un público que a gritos clamaba mi triunfo. Ellos, mexicanos todos, ni en cuenta.
Los domingos voy a Ciudad Universitaria, somos varios los corredores y ciclistas que desde muy temprano disfrutamos las calles de la magna casa de estudios a la luz del amanecer, que siempre ayuda a ver las cosas con un mejor enfoque y una tonalidad más positiva. O por lo menos así me lo parece a mí, es una cuestión de visiones.
Muchos van en pareja o grupo, yo prefiero ir solo. Me digo muchas cosas, me pregunto, me respondo, me asombro, son momentos de paseo por mis veredas interiores, a las que únicamente consigo acceder a solas. Es como en las películas donde las puertas mágicas se abren exclusivamente para el personaje principal cuando nadie más observa o escucha.
Los días anteriores a la Carrera del Día del Padre estuve un poco inquieto porque nunca había pasado de los 15 kilómetros y me preocupaban los 6.097 que debía sumarles para resistir los 21.097 que completan el medio maratón. En el lugar de la cita, casi frente a Perisur, me impresionó la cantidad de participantes aglutinados desde la línea de salida hasta unos quinientos metros hacia atrás, más de quince mil hombres, mujeres, padres, hijos, hijas, madres y abuelos dispuestos a enfrentarse a sí mismos.
En cuanto se escuchó el disparo que anunciaba el inicio de la competición, los primeros arrancaron aprisa en busca del sitio de honor en el podio. El grueso del pelotón avanzaba con lentitud detrás de ellos, paso a paso, para comenzar cada quien su propia carrera. Yo llegué justo a la hora y en consecuencia me tocó al final del contingente, apenas delante de las ambulancias que nos escoltaban, así que a la espera de mi turno aproveché para estirar y calentar un poco las piernas. Transcurrieron más de dieciocho minutos para que mi chip se activara con el tapete electrónico extendido a lo largo de la línea de salida. Desde el segundo uno entendí que no se trataría simplemente de correr.
Empecé a un ritmo tranquilo con la idea de administrarme y con calma prendí mi iPod. La noche anterior armé un playlist con canciones que sentí me ayudarían en los momentos complicados. Sin detenerme activé la función aleatoria y la primera en sonar fue I’m Waiting for the Man de Velvet Underground. “Yo soy ese hombre al que espero”, pensé, cursi como soy.
Ni un minuto de la canción ni doscientos metros habían transcurrido cuando me quité los audífonos. De pronto tuve la necesidad de guardar un poco de silencio para escuchar a ese hombre que habita en mí y cuya voz es audible exclusivamente en mis adentros. Por eso necesito conectarme y para ello practico un ritual cada mañana que corro, consistente en seguir internamente unas instrucciones de reconexión que me han sido muy útiles.
Cuando me detengo unos segundos a meditarlo, me resulta increíble que un ser resida dentro mío. Y, claramente, no es el alma, la mente o el espíritu, lo es todo. Soy yo, es uno, es un ser en el que a la vez habita Dios, el Universo, todo lo que imagine y sienta. En él cabe todo, hasta lo que aparentemente no existe.
De lo profundo que me metí, me entraron ganas de llorar. Sí, así, de la nada. Tenía un nudo en la garganta. Luego los ojos se me encharcaron cuando en medio de un profundo suspiro descubrí al lado mío a un corredor dos o tres años mayor que yo, quien empujaba la silla de ruedas de su hija, que padecía algún tipo de parálisis. Ambos avanzaban felices, más rápido que yo, mientras en mi cabeza aparecían mis hijos. Hay pensamientos inevitables.
Me dejaron un poco atrás y con calma los contemplé adelantarse. En el dorsal de la camiseta de él, leí su nombre: “Luis Enrique”. Seguramente es conocido en el círculo de corredores, porque, luego de pegarme de nuevo a ellos en lo que fue el primer esfuerzo de mi carrera, alcancé a escuchar que llevaban varios años en estos trotes.
Al igual que yo, otras personas lo miraban con admiración y, sobre todo, con respeto. Noté que algunos, como fue mi propio caso, batallaban contra sí mismos para manifestarse en un grito y animarlo. Muchos no hemos acabado de aprender a hablar.
Por fin me atreví.
–¡Vamos, Luis Enrique! –exclamé en lo que lejos de ser una nimiedad es una osadía para nosotros los tímidos. Y así rompí ese nudo de palabras atragantadas que al deshacerse liberó emociones y sentimientos que supongo acumulé en mi interior desde la última vez que lloré. Y no pude contenerme más, ni quería, y se me escurrieron las lágrimas. “Bendito momento, ese, de total libertad: donde se grita de emoción y se llora por gusto”, diría un amigo.
En el instante que Luis Enrique respondió a mi voz con el agradecimiento de su mirada, la emoción acabó por desbordarme y sin una explicación aparente comencé a correr más aprisa. Fue como si hubiéramos establecido una conexión que provocó en mi una explosión, una potente descarga de energía sobrenatural que me llenó de una fuerza mística que al final me ayudó a superar esos 6.097 kilómetros que me faltaban. Ese día palpé lo que llaman contacto humano, ese que acaricia al alma para despertar al espíritu.
Posiblemente haya tenido que ver con que me sentí libre, liberado de cualquier atadura, pero el caso es que empecé a rebasar mucha gente. Y todavía aceleré más al colocarme de vuelta los audífonos. Run de los Snow Patrol me inyectó nuevo vigor. “¿Cómo es posible que muchos prefieran el house, a Wisin y Yandel, a Katy Perry o a Camila”, me cuestioné. “¡Qué cosa, en qué los inspira!”. Y me sentí agradecido con que de chico mi papá me llevara con él a comprar acetatos de larga duración y extended play a AB Discos, porque de ahí viene mi gusto por la música.
Me acordé que regresábamos a la casa y usábamos la tornamesa toda la tarde. Así conocí a Los Beatles y Los Beach Boys. O a Los Animals. Y, aunque ya no tengo tocadiscos para escucharlos, aún conservo el Breakfast in America de Supertramp y Golden Hits of the 4 Seasons. Qué de memorias brotan desde los pocos kilómetros de travesía, no cabe duda que las personas estamos conformadas por agua y recuerdos.
Por ahí del kilómetro seis me dio un poco de sed y cogí una bolsa de agua en una de las zonas de abastecimiento de los grandes patrocinadores. Tomé un solo trago y aventé el plástico a la orilla del camino, donde se acumulaban miles. Es impactante la cantidad de líquido y de bebidas rehidratantes que reparten, pero de hecho es más sorprendente el número de personas que desinteresadamente acuden a ver la carrera y regalan a lo largo de todo el recorrido pequeñas dosis de jugo o refresco a los corredores.
Aquello sí es solidaridad y tan solo de aludirla me estremezco de nuevo. Esa palabra debiera ser sagrada y tendría que prohibirse su uso en cualquier campaña política. La fraternidad espontánea es la que realmente hermana a los individuos y los transforma en una colectividad, en un todo, y eso es lo que ocurrió ahí: los quince mil que corrimos y los otros tantos que nos apoyaron nos convertimos en uno.
En mi iPod se oía Give a Little Bit –a veces creo que el shuffle se sincroniza conmigo y con lo que acontece a mi alrededor– y, entretanto, en un desafío a mi condición física, me mantuve a un ritmo constante, sin duda más veloz que de costumbre. Yo estoy seguro que si Forrest Gump hubiera tenido un iPod habría llegado hasta Ushuaia.
Me sentía increíblemente rápido y continué rebasando corredores cuando me percaté que repentinamente la mirada de todos los espectadores se volcó al otro lado de la pista, al carril de regreso. Aparentemente, algo extraordinario acontecía, la muchedumbre volteaba a ver e inclusive los corredores intentábamos enterarnos de lo que sucedía. Por el asombro de la gente tenía que ser algo fuera de lo común. Y sí, se trataba del hombre de color que iba en primer lugar, quien fugazmente pasó en el sentido de vuelta rumbo a la meta, no sé si convertido en un tren bala o en un chita.
Lejos de desanimarme me alentó, especialmente en el momento que la ola de aplausos provenientes de los de adelante me alcanzó. Todos reconocimos al súper atleta que corría con una firmeza y una voluntad impresionante, con un gesto de convicción que difícilmente alguien le arrebataría.
Entonces mis ojos se aguaron de nuevo y con la mirada nublada logré percibir que el fervor que experimenté lo compartíamos la totalidad de quienes atestiguábamos su hazaña, porque Julius Keter, el keniano –de cuyo origen me enteré después–, era simplemente uno de nosotros. Su esfuerzo en verdad me cautivó y me llenó de esperanzas, de ánimo. Tuve que quitarme los audífonos para escuchar mi propia voz que temblorosa lo alentaba. Cuando él cruzó la meta con 1:04:19, yo todavía no me aproximaba ni a la mitad. Su triunfo aguardaría con paciencia el de todos.
Casualmente, hace unos días justo leí un artículo acerca del Ubuntu, una filosofía social africana que sospecho no es exclusiva de aquel continente, sino que es propia de los humanos de todas las tonalidades, negros, blancos, amarillos, rojos y corredores: soy porque nosotros somos.
A partir de ahí mi conexión se activó con todas las extensiones del circuito humano que formábamos parte de la carrera. A cada minuto la energía se intensificaba, igual que las muestras de apoyo, las expresiones de entusiasmo y la motivación de quienes presenciaban desde los puentes el avanzar de los participantes.
Ahorá sí por fin en el punto medio de la ruta sonaron los primeros acordes de Wake Up, de los canadienses de Arcade Fire, y le subí al volumen. Somethin’ filled up my heart with nothin’, someone told me not to cry… Es exactamente lo que experimentaba, mi corazón estaba absolutamente lleno de nada. Las miradas con las que contactó la mía, las palabras de aliento, el brío de los demás, mi propia entrega, las memorias que brotaban, la música y los latidos de tantos corazones en sincronía, habían colmado el mío.
A partir del kilómetro doce y hasta la meta, la pendiente fue cuesta arriba, de subida constante. Enseguida la resentí y disminuí el ritmo, empecé a sudar mucho y requerí líquidos, por lo que en el siguiente puesto de abastecimiento me rehidraté.
Fue hasta que se acentuó la subida cuando comprendí que correr y vivir son experiencias muy semejantes. En ambas hay altibajos que ponen la voluntad y el ánimo a prueba, porque del esfuerzo de repente la fuerza flaquea y dan ganas de llorar, de tirarse al piso y desistir. En ocasiones el agotamiento es tal que lo único que deseas es detenerte y clamar auxilio al cielo. O mandar todo al diablo, incluido Dios mismo. En situaciones así lo único que a veces te queda es respirar muy profundo.
Y eso hice, respiré con todas mis fuerzas hasta lo más hondo. Una inspiración tras otra con la misma cadencia en plena cuesta. Exhalaba y junto con el aire expulsaba densidad de mi mente que apesadumbraba mi espíritu y, en consecuencia, mis piernas. Es impresionante cómo la respiración aligera, es poderosa y misteriosa, capaz de recuperarte en lo físico y de devolverte a ti en lo emocional. Y cuando eres parte de un río así de personas y fluyes en esa corriente de energía, lo que inspiras es algo más que simple oxígeno, es un auténtico soplo de vida.
Pensar en mi esposa y mis tres hijos también me revitalizo, casi tanto como el Gu y los tragos de Gatorade, fue como sacar sus fotografías de mi cartera en medio de un largo día para volver a sonreír. Soy un convencido de que la sonrisa hay que ejercitarla como los músculos, porque si no se atrofia y es complicado recuperar su figura. Eso, entre otras cosas, reflexioné mientras corría: últimamente pueden transcurrir días y yo permanezco muy serio, tanto mi rostro como mi alma andan muy rígidos. “Esa es una señal de que mi vida diaria no me tiene muy feliz”, pensé cerca del kilómetro dieciséis.
Lo bueno es que correr, aparte de alivianarme, me genera bienestar. Y si en los entrenamientos mis comisuras ceden, durante las carreras el contentamiento me somete. Zancada a zancada la felicidad crece en mí, pletórico de endorfinas, de esa sustancia del amor que produce el ejercicio al igual que el enamoramiento, la química de las personas, el sexo y también, por qué no, la dicha.
El problema es que por lo menos yo, a diferencia de Julius Keters, no me paso la vida corriendo, y las endorfinas las consume rápidamente el espíritu. Tampoco hago el amor todo el santo día, como tanto gigoló bendecido, así que para producir mi dosis diaria de felicidad concluí que debo dedicarme full-time, dentro del horario de oficina, a lo que más me satisfaga. De por ahí proviene definitivamente mi apatía, del lugar donde siento que desperdicio mis días por más productivo que sea. La pasión es el único camino a la satisfacción, en todos los sentidos.
En el trayecto, además de llenarme de una energía efervescente de la que brotaban amor, soluciones y optimismo, me topé con mujeres bastante interesantes, de traseros colosales que bien motivarían a cualquier hombre a correr toda la carrera detrás de ellas. A pesar de su encanto, impulsado por Girls de Death in Vegas, opté por sortearlas cual obstáculos, pues mi único deseo era avanzar. Además, en el estado en que había entrado, preferí concentrarme exclusivamente en mi esposa y mis hijos, quienes posiblemente me esperarían cerca de la meta.
En la última zona de abastecimiento, a partir de la cual los kilómetros se vuelven casi eternos, de un solo sorbo me bebí otro vaso de Gatorade –que juro no me paga por los anuncios– y me vacié otra bolsa de agua en la cabeza, el cuello y la cara. Terminó Hoppipolla de Sigur Rós y continuó The Verve con Bitter Sweet Symphony, que es para mí una especie de himno que de hecho escogí en mi boda para el momento en que los novioshacen su acto de aparición en el banquete ante sus invitados. Yo creo que nadie se sabía la letra, ni mi esposa el título.
“Voy derecho y no me quito”, pensé conforme corría inspirado en el video de la canción, donde el vocalista de la banda camina por las calles del norte de Londres sin importar quien se atraviese en su camino. En eso, al kilómetro veinte, quienes aplaudieron con todas sus fuerzas fueron mis hijos, tras el grito de emoción que soltó Mayu, mi mujer, cuando me reconoció entre miles de corredores vestidos todos iguales, así como un día yo la reconocí a ella a la distancia entre tantas mujeres de la Tierra. Me dolían los pies y las piernas pero pude acelerar un poco para abrazarlas empapado en sudor y sentimientos. Pobres niños, casi lloran del asco.
Corrieron por varios metros junto a mí en lo que yo intentaba decirles cuánto los había pensado. Con la voz entrecortada les declaré que los amaba y me despedí para encaminarme al arco final, precedido por un túnel en el que exploté en un clamor de victoria que resonó en mi interior, porque es en los últimos metros cuando entiendes que contra quien compites es exclusivamente contra ti mismo. No hay nadie más a quien vencer.
“I’m a shooting star leaping through the sky
Like a tiger defying the laws of gravity.
I’m a racing car passing by like Lady Godiva,
I’m gonna go, go, go.
There’s no stopping me.
I’m burnin’ through the sky, yeah!
Two hundred degrees,
That’s why they call me Mister Fahrenheit.
I’m trav’ling at the speed of light,
I wanna make a supersonic man out of you…”
Si en un medio maratón pasan tantas cosas, ya me imagino durante uno completo. Aquella carrera que parecía ser la culminación de un gran esfuerzo, acabó por convertirse en mi primer entrenamiento en forma para el próximo maratón de la Ciudad de México. Los tres fines de semana siguientes corrí diecisiete kilómetros, además de los ocho diarios de rigor entresemana –excepto los lunes que descanso–, y al cuarto hice veintisiete.
Luego me inscribí a otra carrera de veintiuno en la que mejore diez minutos mi tiempo (1:49:35) respecto de la del día del padre. A pesar de que no fue tan mágica como la primera, la disfruté mucho y pude saborear lo que será correr por Paseo de la Reforma y otras calles de la ciudad este domingo. Desde ahora me emociona visualizarme en el Zócalo, bajar a Polanco y de ahí a la Condesa y la Roma para tomar después Insurgentes con destino al Estadio Olímpico.
Un amigo maratonista con quien recién comí, me advirtió que apenas pise la pista de tartán, lloraré. Y ojalá sí porque significaría que lo logré, además no me extrañaría, esto de las endorfinas me tiene exageradamente sensible. La otra vez en el coche, de regreso de la oficina a la casa, me conmoví simplemente de imaginar el encuentro con mi familia por ahí del kilómetro cuarenta, muy cerca del estadio, a unos pasos de donde vivimos. Ya quedamos que saldrán de la casa a eso de las 10:30 hrs. para ubicarse en la esquina de Río Chico e Insurgentes y brindarme el último aliento que me llevará a la meta.
Confío en no hacerlos esperar mucho. Si todo sale como pienso, calculo que tardaré cuatro horas y algunos minutos en terminar, pues hace tres semanas, en la cúspide de mi entrenamiento, acabé treinta y tres kilómetros en tres horas y fracción. Mi respiración estaba intacta y adolecía de un cansancio serio, la bronca fueron los pies que me dolían como si me los hubieran encadenado con pesas.
Debo confesar que no podía más, por lo que me preocupa esa fuerza extra que necesitaré para completar los 42.195 kilómetros. Confío en que, como me sucedió anteriormente, la gente me la transmitirá y yo la generaré sobre la marcha. Sin duda, me será útil respirar profundo, despejar la mente, mis instrucciones de reconexión, tres o cuatro sobres de Gu, Gatorade y, por supuesto, el iPod con una extensa lista de power songs.
Como señala mi plan de entrenamiento, a partir de esos extenuantes treinta y tres kilómetros he reducido la distancia hasta concluir esta semana con tres salidas a paso ligero de entre quince y treinta minutos cada una, por lo que estos días he aprovechado para dedicarle tiempo a mi mente, de cuyo importante papel asimismo dependo. La concentración es fundamental para sentirse seguro.
Aparte de esto no me resta mucho más que comer espagueti y salmón, pan tostado, un buen filete de res, nueces de la india, papas en todas sus presentaciones, galletas con chocolate, frijoles, lentejas, atún y cualquier menú rico en carbohidratos y proteínas. Tengo los síntomas de las embarazadas, lloro por lo que sea y como las veinticuatro horas del día.
Por último, habré de atascarme Vaseline en las zonas del cuerpo que suelen rozarse con la fricción de la ropa: brazos, axilas, ingles y pezones, los que suelo además protegerme con curitas de Buzz Lightyearr, de Shrek y de Blancanieves porque mi esposa no me ha pinches comprado unas color carne en el súper. Alguna extravagante fascinación le producirá mirarme así.
Entonces estaré listo para arrancar a las 7:15 hrs. de este domingo 25 de agosto en la plancha del Zócalo junto a todos los que recorreremos la maravillosa ruta olímpica de México 68 y simultáneamente un camino interno que culminará en cada uno, porque correr es descubrirse y encontrarse. Sólo cuando escribo me ocurre algo parecido, nada más me acerca tanto, lo que me hace suponer que estoy en mis manos. Y en mis pies.
La distancia es mucha, da para reflexionar acerca de todo y para sumergirse en la nada, por debajo de los pensamientos, donde el silencio descansa, donde yace muerto el miedo. Alcanza para hacer un recuento de las veces que nos partieron el alma y para reunir los pedazos esparcidos en el infinito, porque siempre es bueno sentirse completo. Quizás hasta me dé un tiempo para emular los movimientos exóticos de Jarvis Cocker conforme corra por la colonia Roma al bit de Common People, lo hice en algún entrenamiento. Tendré varias horas para enfocarme en mis sueños y para escupir pesadillas.
Correr es una oportunidad para meditar acerca de uno, de las cuestiones trascendentales o de lo sencilla que puede ser la existencia, el convivir. Es reinvención, son planes, endorfinas, es liberación, éxtasis, son los mejores deseos para la familia, es amor, sanación, perdón, son posibilidades y certezas.
Y cuando entré al estadio, la ovación y el apoyo de la gente aumentó a cada paso. Ya estaba prácticamente ahí, me alcancé. Al cruzar la meta había llegado a muchas conclusiones y a nuevos inicios. De rodillas en el piso agradecí a mis piernas los 42.195 kilómetros, al corredor que cargaba una bandera de México, al que le dedicó la carrera a sus padres, a los míos que me dieron la vida, a mi familia con quienes la comparto, a todos los Luis Enriques y a los hombres y mujeres que me rebasaron, a los que dejé atrás, a los que me reanimaron con un caramelo y a mí.
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Los cuarenta y dos kilómetros más largos son cuarenta y dos centímetros, de la mente al corazón. Quien conquista esa distancia puede considerarse el ganador de la maratón de la vida. No hay prueba más difícil que recorrer el trayecto que separa al corazón del cerebro, para superarla se requiere entrenamiento.
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Don’t Stop Me Now: mi primer maratón. was originally published on FJ KOLOFFON