Después de dos años de haberse suspendido por la pandemia (a la que, por salud, ya no me referiré en mis próximos textos), este fin de semana se celebró el torneo de futbol que tanto esperaban Lorenzo mi hijo y sus amigos de la escuela, La Copa Timón (patrocinado por CI Banco y bajo la organización de la Universidad Anáhuac de México). Participaron categorías de los seis a los 17 años.
Aunque durante este tiempo disfrutamos de las minicascaritas en el patio de la casa, mucho extrañábamos las canchas, a los compañeros de equipo y porra, a los rivales, el triunfo y las emociones. Nadie se dio cuenta, pero se me quebró la voz y casi se me escurren las lágrimas con los abrazos de los niños en los goles; con los saltos de los otros papás junto a mí tras ganar uno de los partidos de manera cardiaca; o en la final, cuando el coach del otro equipo —el Dr. García Postigo— se acercó a consolar a Lorenzo antes de festejar con los suyos.
“¿Cuántas historias habitarán en las mamás, los papás, los jóvenes y niños que hoy volvimos aquí luego de todo lo que pasó?”, me pregunté en una pausa mientras se hidrataban los pequeños futbolistas (a muchos les quedaban chicos sus uniformes que se quedaron guardados desde el 2020 en los clósets). “Quizá alguno de ellos perdió a un papá o a un abuelo. El árbitro joven al que le falta pericia, el mayor que ya no corre tanto o el sonriente, ¿cómo le hicieron? Los que se divorciaron, a quienes se les cayó el negocio y los que se rehicieron. ¿Será que a alguien no le pasó nada, o alguno, contrario a la mayoría, tuvo éxito?”.
Ganamos 2-1 la semifinal, en ese partido cardiaco, de último minuto. Los niños del equipo contrario salieron abatidos. Uno de ellos, además, fúrico. Sollozaba y balbuceaba en medio de la agitación. «¡Todo para ellos, a nosotros nada!», alcanzó a quejarse con sus padres y apenas pudo comenzó a echarle la culpa al árbitro. Sí, no nos tocó el mejor, fue el joven, al que le faltaba experiencia y autoridad, pero erró igual para ambos lados.
Tenemos mucho que aprender en la victoria y, sobre todo, en el fracaso. Debemos responsabilizarnos de nuestras derrotas, de aquello que no somos capaces de conseguir por la circunstancia que sea. Tenemos que asumir las pérdidas, lo que dejamos ir, los descalabros.
Me dio gusto escuchar al papá responderle algo parecido, porque ahí aconteció otro triunfo que no sé si alguien más vio: el de la sensatez y la humildad, esos valores que tanta falta nos hacen a los adultos (tampoco voy a mencionar ya nombres de gobernantes irreflexivos) y que sólo somos capaces de asimilar si alguien nos los enseña de niños.
Estoy en Facebook, Instagram y Twitter. Y trabajo en La Novelería y en Koloffon Eureka.
Columna publicada en el periódico El Universal.