El domingo 16 de junio corrí mi primer medio maratón. La noche del sábado estaba un poco nervioso y me puse más después del temblor que sacudió a la ciudad. Cuando la tierra se mueve así de fuerte pienso que la muerte sí existe y que en un instante es capaz de acabar con todas las cosas importantes de la vida, y las no tanto. Todo se puede ir a la mierda en un segundo.
Lo que me tenía inquieto es que durante mi preparación no pasé de los quince kilómetros y me preguntaba qué tan difícil sería resistir veintiuno. La única carrera en que había participado fue en una de tres kilómetros a los trece años y quedé en tercer lugar entre alumnos de varias escuelas. Me gusta recordar el sentimiento de gloria cuando rebasé la meta frente a mis padres; evocar la emoción de un triunfo revive la sensación de la victoria y la posibilidad de alcanzarla.
Me desperté a las 5:35 hrs., me lavé la cara, me vestí y me puse unos calcetines contra ampollas que me regaló Mayu mi esposa junto con otros accesorios, geles y suplementos alimenticios que terminé por olvidar en la mesa de la entrada de mi casa. No tenía tiempo para volver porque iba justo a la hora, así que asumí la posibilidad de un reproche a mi regreso.
No sé qué me pasa que desde chico soy muy distraído y con facilidad olvido las cosas. Es común, por ejemplo, que no me acuerde del nombre de pueblos e incluso de ciudades a las que he viajado. Y ni qué decir de los de sus calles o de los de las personas. Tampoco recuerdo quién ganó el mundial antepasado ni lo que estudié en mis clases de Biología o en las de Derecho Romano.
Lo que retengo muy bien son los números y lo que me ha lastimado. Eso es difícil que se me olvide. A la fecha me sé los teléfonos de las casas de los papás de todos mis amigos de la primaria. Por supuesto que ya no viven ahí y hoy no me sirven de nada, igual que el dolor, que una vez añejado sólo sirve para anclarte al pasado. Qué buena podría ser una memoria de verdad mala.
Luego de librar el interminable tráfico que provocamos todos los corredores que pretendíamos estacionarnos cerca del lugar, en un acto de confianza dejé mi coche con los seguros abiertos y las llaves escondidas adentro, pues me percaté que en mis shorts no cabían. Entonces troté hasta la línea de salida que estaba atestada de corredores quinientos metros hacia atrás, y justo en ese instante sonó el disparó de la pistola que anunciaba el comienzo. Tengo que dejar de llegar tarde a las citas.
El pelotón avanzaba lentamente, paso a paso, para empezar cada quien su propia carrera. Aproveché para estirar y calentar un poco las piernas, iba de los últimos, apenas delante de las ambulancias que nos escoltaban. Transcurrieron más de dieciocho minutos para que yo comenzara una aventura que desde el primer minuto entendí que no se trataría simplemente de correr.
Comencé a un ritmo tranquilo con la idea de administrarme y con calma prendí mi iPod. La noche anterior armé un playlist para la carrera con canciones que sentí me ayudarían a sacar fuerza en los momentos complicados. Sin detenerme activé la función aleatoria y la primera en sonar fue I’m Waiting for the Man de Velvet Underground. “Yo soy ese hombre que espero ser”, pensé románticamente, “y voy a lograrlo”. Irremediablemente, soy propenso a buscarle a cada canción un mensaje para el instante en que la escucho, así que ni mandada a hacer.
La música siempre ha sido muy importante para mí, en algún momento soñé con cantar en una banda. Y lo hice. Esa fue, quizá, la liberación más importante de mi vida, que después me llevó a escribir mi primera novela, El astronauta terrestre. En ella cuento cómo dejé de ser abogado para tratar de convertirme en mí.
Ni un minuto de la canción ni de mi tiempo de carrera había transcurrido cuando me quité los audífonos. De pronto tuve la necesidad de guardar un poco de silencio para escuchar a ese hombre que habita en mí y cuya voz es audible exclusivamente en mis adentros. Por eso necesito conectarme y para ello practico un ritual cada mañana que corro y que consiste en seguir internamente unas instrucciones de reconexión que me han sido muy útiles.
Cuando me detengo unos segundos a meditarlo, me resulta increíble que un ser resida dentro mío. Y, claramente, no es el alma, la mente o el espíritu, lo es todo. Soy yo, es uno, es un ser en el que a la vez habita Dios, el Universo y todo lo que uno imagine y sienta. En él cabe todo.
De lo profundo que me había metido, me entraron ganas de llorar. Sí, así, de la nada. Tenía un nudo en la garganta. Luego los ojos se me encharcaron cuando en medio de un profundo suspiro descubrí al lado mío a un corredor dos o tres años mayor que yo, quien empujaba la silla de ruedas de su hija, que padecía algún tipo de parálisis. Ambos avanzaban felices, más rápido que yo, mientras en mi cabeza aparecían mis hijos. Hay pensamientos inevitables.
Me dejaron un poco atrás y con calma los contemplé adelantarse. En el dorsal de la camiseta de él, leí su nombre: “Luis Enrique”. Seguramente es conocido en el círculo de corredores, porque, luego de pegarme de nuevo a ellos en lo que fue el primer esfuerzo de mi carrera, alcancé a escuchar que llevaban varios años en estos trotes.
Al igual que yo, otras personas lo miraban con admiración y, sobre todo, con respeto. Noté que algunos, como fue mi propio caso, luchaban contra sí mismos para manifestarse en un grito y animarlo. Muchos no hemos acabado de aprender a hablar.
Por fin me atreví.
–¡Vamos, Luis Enrique! –le exclamé en lo que lejos de ser una nimiedad es una osadía para nosotros los tímidos. Y así rompí ese nudo de palabras atragantadas que al deshacerse liberó emociones y sentimientos que supongo acumulé en mi interior desde la última vez que lloré. Y no pude contenerme más, ni quería, y se me escurrieron las lágrimas.
“Bendito momento, ese, de total libertad: donde se grita de emoción y se llora por gusto”, diría mi amigo Santiago Pando, cuya historia es asimismo inspiradora, como la de Luis Enrique. Aquél llegó a ser el creativo publicitario más famoso del país y de repente renunció a ese título y echó abajo todo lo que había construido para ir a buscarse. Se había perdido entre tanto glamour. Lo curioso es que una tarde se le apareció un misterioso personaje y le dijo que entre las ruinas de su vida existía un templo intacto en el que se hallaría vivo. Y, según cuenta, así fue.
Yo recién descubrí que una de mis maneras de encontrarme es precisamente corriendo. Correr se ha convertido en un camino que me lleva a mí, es como perseguirme hasta dar conmigo. Sólo cuando escribo me ocurre algo parecido, nada más me acerca tanto. Supongo que de cierta forma eso significa que estoy en mis manos. Y en mis pies.
En el instante que Luis Enrique respondió a mi voz con el agradecimiento de su mirada, la emoción acabó por desbordarme y sin una explicación aparente comencé a correr más aprisa. Fue como si hubiéramos establecido una conexión que provocó en mi una explosión, una potente descarga de energía sobrenatural que me llenó de una fuerza mística. Y supongo que a él. Sería lo que llaman contacto humano, ese que acaricia al alma para despertar al espíritu.
Posiblemente haya tenido que ver con que me sentí libre, liberado de cualquier atadura, pero el caso es que empecé a rebasar mucha gente. Y todavía aceleré más al colocarme de vuelta los audífonos. Run de los Snow Patrol me inyectó nuevo vigor. “¿Cómo es posible que muchos prefieran el house, a Wisin y Yandel, a Katy Perry o a Camila”, me cuestioné. “¡Qué cosa, en qué los inspira!”. Y me sentí agradecido de que de chico mi papá me llevara con él a comprar discos, porque de ahí viene mi gusto por la música.
Me acordé que regresábamos a la casa y usábamos la tornamesa toda la tarde. Así conocí a Los Beatles y Los Beach Boys. O a Los Animals. Y, aunque ya no tengo tocadiscos para escucharlos, aún conservo el Breakfast in America de Supertramp y otros acetatos. Qué de memorias brotan desde los pocos kilómetros de travesía, no cabe duda que las personas estamos conformadas por agua y recuerdos.
Por ahí del kilómetro seis me dio un poco de sed y cogí una bolsa de agua en uno de los puestos de abastecimiento de los grandes patrocinadores. Tomé un solo trago y aventé el plástico a la orilla del camino, donde se acumulaban miles. Es impactante la cantidad de líquido y de bebidas rehidratantes que reparten, pero de hecho es más sorprendente el número de personas que desinteresadamente acuden a ver la carrera y regalan a lo largo de todo el recorrido pequeñas dosis de jugo o refresco a los corredores.
Aquello sí es solidaridad y el solo hecho de evocarla me conmueve. Esa palabra debiera ser sagrada y tendría que prohibirse su uso en cualquier campaña política. La fraternidad espontánea es la que realmente hermana a los individuos y los transforma en una colectividad, en un todo, y eso es lo que ocurrió ahí: los quince mil y los otros tantos que nos apoyaban nos convertimos en uno.
En mi iPod se oía Give a Little Bit –a veces creo que el shuffle se sincroniza conmigo y con lo que acontece a mi alrededor– y, entretanto, en un desafío a mi condición física, me mantuve a un ritmo constante, sin duda más veloz que de costumbre. Me sentía increíblemente rápido y continué rebasando corredores cuando me percaté que repentinamente la mirada de todos los espectadores se volcó al otro lado de la pista, al carril de regreso.
Aparentemente, algo extraordinario acontecía, la muchedumbre volteaba a ver e inclusive los corredores intentábamos enterarnos de lo que sucedía. Por el asombro de la gente tenía que ser algo fuera de lo común. Y sí, se trataba del hombre de color que iba en primer lugar, quien fugazmente pasó en el sentido de vuelta rumbo a la meta, no sé si convertido en un tren bala o en un chita.
Lejos de desanimarme me alentó, especialmente en el momento que la ola de aplausos provenientes de los de adelante me alcanzó. Todos reconocimos al súper atleta que corría con una firmeza y una voluntad impresionante, con un gesto de convicción que difícilmente alguien le arrebataría.
Entonces mis ojos se aguaron de nuevo y con la mirada nublada logré percibir que el fervor que experimenté lo compartíamos la totalidad de quienes atestiguábamos su hazaña, porque Julius Keters, el keniano –de cuyo origen me enteré después–, era simplemente uno de nosotros. Me quité los audífonos para escuchar mi propia voz, que temblorosa lo alentaba. Su esfuerzo en verdad me cautivó y me llenó de esperanzas, de ánimo. Cuando él cruzó la meta con 1:04:19, yo todavía no me aproximaba ni a la mitad. Su triunfo aguardaría con paciencia el de todos.
Casualmente, hace un par de días acabo de leer un artículo acerca del Ubuntu, una filosofía social africana que sospecho no es exclusiva de aquel continente, sino que es propia de los humanos de todas las tonalidades, negros, blancos, amarillos, rojos y corredores. Soy porque nosotros somos.
A partir de ahí mi conexión se activó con todas las extensiones del circuito humano que formábamos parte de la carrera. A cada minuto la energía se intensificaba, igual que las muestras de apoyo, las expresiones de entusiasmo y la motivación de quienes presenciaban desde los puentes el avanzar de los participantes.
“Cuántas personas dispuestas a enfrentarse a sí mismas”, pensé ahora sí justo en el punto medio de la carrera, donde dimos vuelta para iniciar el regreso, “cuánta gente dispuesta a superar sus propios límites” y volví a acomodarme los audífonos cuando me acordé que yo era uno de ellos. Conforme lo reflexionaba, desbordado por la expansión, le subí al volumen a los primeros acordes de Wake Up de los canadienses de Arcade Fire.
Somethin’ filled up my heart with nothin’, someone told me not to cry… Es exactamente lo que experimentaba, mi corazón estaba absolutamente lleno de nada. Las miradas con las que la mía hizo contacto, las palabras de aliento, el brío de los demás, mi propia entrega, las memorias que brotaban, la música y los latidos de tantos corazones en sincronía, habían colmado el mío.
A partir del kilómetro doce y hasta la meta, la pendiente sería cuesta arriba, de subida constante. Enseguida la resentí y disminuí el ritmo, empecé a sudar mucho y requerí líquidos, por lo que en el siguiente puesto de abastecimiento bebí un vaso con Gatorade muy frío que ipso facto me reanimó.
Al principio de la carrera me preocupaba qué ocurriría si de pronto tomaba mucha agua y me daban ganas de mear. Cuando me dieron, concluí que no sería grave hacerlo discretamente en mis shorts. Nunca consideré meterme a un SaniRent para que encima me dieran ganas de vomitar, no hay cosa más indigna que uno de esos tiraderos de mierda azules. Al poco rato se me olvidaron y me evité la pena.
Fue hasta que se acentuó la subida cuando comprendí que correr y vivir son experiencias muy parecidas. En ambas hay altibajos que ponen la voluntad y el ánimo a prueba, porque del esfuerzo de repente la fuerza flaquea y dan ganas de llorar, de tirarse al piso y desistir. En ocasiones el agotamiento es tal que lo único que deseas es detenerte y clamar auxilio al cielo. O mandar todo al diablo, incluido Dios mismo. En situaciones así lo único que te queda es respirar muy profundo.
Y eso hice, respiré con todas mis fuerzas hasta lo más hondo. Una inspiración tras otra en plena cuesta, con la misma cadencia, únicamente interrumpidas por una breve pausa en la que hallé descanso, y por la sucesiva exhalación, con la que imaginé que expulsaba, además de aire, densidad de mi mente que apesadumbraba mi espíritu y, en consecuencia, mis piernas. Es impresionante cómo la respiración aligera.
La primera vez que vi a mi ahora esposa, hace ya varios años, me dio por visualizar su respiración salir suavemente de su nariz para entrar luego por la mía. Así la inhalé hasta que se me metió por completo. La verdad es que desde chico he sido muy fantasioso y lo mismo imaginé con la primera niña que me gustó, la idea me atraía, no sé por qué. Digamos que soy un romántico empedernido, aunque el propósito de la anécdota es resaltar lo poderosa y misteriosa que es la respiración, capaz de recuperarte en lo físico y de devolverte a ti en lo emocional.
Respiraba, hacía una pausa, exhalaba y de nuevo contraía los pulmones un segundo o dos para después volver a inspirar algo más que simple oxígeno, un auténtico soplo de vida. El pensar en mi esposa y mis tres hijos también me revitalizo, casi tanto como el Gu y los tragos de Gatorade, fue como sacar sus fotografías de mi cartera en medio de un largo día para volver a sonreír.
La sonrisa hay que ejercitarla como los músculos, si no se atrofia y dificulta el gozo. Eso, entre otras cosas, reflexioné mientras corría: últimamente pueden transcurrir días y yo permanezco muy serio, tanto mi rostro como mi alma andan muy rígidos. “Esa es una señal de que mi vida diaria no me tiene muy feliz”, pensé cerca del kilómetro dieciséis.
Sin embargo, tengo la fortuna de que correr, aparte de alivianarme, me genere bienestar. Si en los entrenamientos mis comisuras cedían, durante la carrera el contentamiento me sometió. Zancada a zancada la felicidad crecía en mí, pletórico de endorfinas, de esa sustancia del amor que produce el ejercicio al igual que el enamoramiento, la química de las personas, el sexo y también, por qué no, la dicha.
El problema es que por lo menos yo, a diferencia de Julius Keters, no me paso la vida corriendo, y las endorfinas las consume rápidamente el espíritu. Tampoco hago el amor todo el santo día, como tanto gigoló bendecido, así que para producir mi dosis diaria de felicidad supongo que debo dedicarme full-time, dentro del horario de oficina, a lo que más me satisfaga. De por ahí proviene definitivamente mi apatía, del lugar donde siento que desperdicio mis días por más productivo que sea. La pasión es el único camino a la satisfacción, en todos los sentidos.
–Adiós, pinche apatía. Me la pelas –dije según yo en voz baja, aunque traía los audífonos a un volumen considerable y ahora me pregunto si la señora que corría junto no habría pensado que la ataqué–. Ahí te ves –y la rebasé con Girls de Death in Vegas.
En el trayecto, además de llenarme de una energía efervescente de la que brotaban amor, soluciones y optimismo, me topé con mujeres bastante interesantes, de traseros colosales que bien motivarían a cualquier hombre a correr toda la carrera detrás de ellas. A pesar de su encanto, opté por sortearlas cual obstáculos, pues mi único deseo era avanzar. Además, en el estado en que había entrado, preferí concentrarme exclusivamente en mi esposa y mis hijos, quienes posiblemente me esperarían cerca de la meta. Y, con tanto calor que tenía, no fueran a ser de esos espejismos que hechizan.
En la última zona de abastecimiento, a partir de la cual los kilómetros se vuelven más largos, de un solo sorbo me bebí otro vaso de Gatorade y me vacié una bolsita de agua en la cabeza, el cuello y la cara, terminaba Hoppipolla de Sigur Rós y continuó The Verve con Bitter Sweet Symphony, que es para mí una especie de himno. Tanto me gusta que la escogí en mi boda para el momento en que los novios hacen su acto de aparición en el banquete ante sus invitados. Yo creo que nadie se sabía la letra, pero todos nos aplaudieron con euforia.
“Voy derecho y no me quito”, pensé conforme corría en alusión al video de la canción, en el que el vocalista de la banda camina por las calles del norte de Londres sin importar quien se atraviese en su camino. En eso, al kilómetro veinte, quienes aplaudieron con todas sus fuerzas fueron Regina y Paula, mis hijas, tras el grito de emoción de Mayu, mi mujer, quien entre miles de corredores, vestidos todos iguales, me ubicó a lo lejos, así como un día yo la reconocí a ella a la distancia entre tantas mujeres de la Tierra. Me dolían los pies y las piernas pero pude acelerar un poco para abrazarlas empapado en sentimientos y sudor. Pobres niñas, casi lloran del asco.
Corrieron por varios metros junto a mí en lo que yo intentaba decirles cuánto había pensado en ellas y en Lorenzo, quien tuvo que quedarse cuidado en la casa porque con su año y medio se hubiera desesperado de esperar bajo el sol a su padre. Con la voz entrecortada les dije que las amaba y me tomé toda el agua del termo de Toy Story de Paula.
Me despedí y me encaminé rumbo al último kilómetro. Por fin vislumbré el arco con el reloj, precedido por un túnel en el que exploté en un clamor de victoria que resonó en mi interior, porque es en los últimos metros cuando entiendes que contra quien compites es contra ti mismo. No hay nadie más a quien vencer.
Correr es una oportunidad para meditar acerca de uno, de las cuestiones trascendentales o de lo sencilla que puede ser la existencia, el convivir. Es reinvención, son endorfinas, es liberación, éxtasis, es amor, sanación, son posibilidades y certezas.
Salí del túnel, a cada paso las porras y el apoyo de la gente aumentaba, ya estaba prácticamente ahí, me había alcanzado. Al cruzar la meta había llegado a muchas conclusiones y a nuevos inicios. Entonces agradecí a mis piernas los 21.097 kilómetros, al cielo, a mi amigo Pepe Hinojosa –el mejor anfitrión y sensei que pude tener en esto de las carreras–, al corredor que cargaba una bandera de México, al que le dedicó la carrera a sus padres, a los míos que me dieron la vida, a mi esposa y mis hijos con quienes la comparto, a Luis Enrique y al señor de setenta y tantos años que fue último.
Si en una media maratón pasan cosas tan importantes, ya me imagino durante uno completo, en veinticuatro horas o a lo largo de una vida.
Desde entonces ya corrí otro medio maratón, precisamente el domingo pasado, y ahora me preparo para el próximo maratón de la Ciudad de México. Y, a partir de esta noche, voy a leer “De qué hablo cuando hablo de correr”, de Murakami, que me espera en mi librero, fue un regalo casual y reciente de mi esposa. La vida es tiempo y el tiempo es sincronía.
Corro para alcanzarme.
Corro para alcanzarme. was originally published on FJ KOLOFFON