Conforme avanzaba hacia la línea de salida —porque llegué apenas a tiempo y me tocó al último de la larga fila de corredores—, me pregunté cómo es que estaba ahí. ¿En qué momento me había convertido en un corredor? No es que sea un profesional, o que siquiera me les acerque, pero sí puedo decir, con todas sus letras, que soy un corredor. Cuando haces lo que te gusta, de pronto un día te das cuenta que estás en el lugar correcto y, por fin, no quieres ser nadie más. Y así me sentí.
Transcurrieron dos minutos y fracción desde que sonó el disparo de inicio hasta que el chip de mi esposa y el mío empezaron a correr. Enseguida empezamos a rebasar hombres y mujeres, luego ella aceleró y yo preferí ir un poco más despacio. Durante unos momentos nos separamos, la alcancé, me quedé atrás, nos distanciamos, la perdí de vista, me aproximé de nuevo, le piqué suavemente una costilla con el dedo índice, le sonreí y entonces me escapé. No para siempre, nada más unas millas.
“Correr es muy parecido a vivir”, pensé. Y pensé y pensé y pensé:
Que somos muchos, todos en una sola carrera que comienza y termina en cada quien.
Que levantarte tan temprano únicamente da ilusión si es para ir a perseguir un sueño.
Que puedes tener muchas ganas de avanzar pero que en el camino hay obstáculos de los que es mejor tener cuidado para no tropezar. Sobre todo si hay riesgo de provocar que alguien caiga contigo.
Que es inspirador correr simplemente porque sí. Y especialmente rodeado de muchas personas porque así puedes convertirte en un búfalo de una manada en estampida. O incluso en un pájaro dentro de una esplendorosa parvada que vuela en conexión, con entrega, en sincronía, con rumbo y destino.
Que cada quien va a su propio ritmo.
Que para disfrutar el trayecto es requisito indispensable enfocarse en uno.
Que todos ganamos, a menos que nos comparemos con los demás.
Que el tiempo es lo único de lo que somos dueños y que para tener un final feliz es necesario aprovecharlo de la mejor manera, porque quien no lo dedica a lo suyo difícilmente alcanza su meta.
Que cuando haces lo que amas abres una puerta que te libera y por la que te introduces a un reino donde todo es posible.
Que si te entregas, las situaciones cambian por más cansado que estés. Y que si perseveras llegas a un punto donde todo se ve mejor.
Que la respiración te ayuda a inspirarte.
Que hay que esforzarse hasta las últimas consecuencias para que tus sueños se conviertan en realidad.
Que no hay que rendirse, aunque se vale detenerse.
Que la confianza surge de la conexión.
Que la fuerza proviene del espíritu, de la convicción, de un gesto, del iPod, de una sonrisa, de un sentimiento, de un recuerdo o una palmada.
Que somos uno entre miles pero el alma nos vuelve únicos. Yo fui la 2742 (ver foto).
Que el silencio nos une tanto como las palabras de aliento.
Que quedan muchas calles por conocer.
Que la salud es una bendición y debe agradecerse.
Que todos vamos en búsqueda de algo o alguien.
Que el apoyo luego lo recibes de quien menos esperas.
Que acabas dependiendo exclusivamente de ti.
Que no siempre es conveniente alzar la mirada y ver al frente porque las distancias pueden parecer más lejanas, así que de pronto es bueno concentrarse en los pies para resistir el paso.
Que en diez millas se puede recorrer la existencia completa y llegar a lugares insospechados que no están necesariamente edificados sobre la tierra, y que es en esos sitios y en esos determinados instantes donde quizás se halla la satisfacción humana, en esos momentos fugaces que hacen que valga la pena vivir.
Que el motivo de la existencia se reconoce en esos segundos de gloria en los que cada quien conquista su propia vida.
Que para realizar una proeza personal debes creerte tu propio héroe.
“Definitivamente, correr es muy parecido a vivir”, concluí y aceleré el paso en los 500 metros finales.
Al cruzar la meta, como hago todas las mañanas que termino de correr, levanté las manos y me convertí en ese puente que me conecta conmigo mismo.