En cada punto tomé nuevos aires y me fortalecí, me llené de una energía renovadora y de entusiasmo. También se me metió, no sé cómo ni por dónde, una piedra en el zapato. Uno puede ir avanzando perfectamente bien, en paz y tranquilo, con el control absoluto de todo y, de pronto, ¡toma!, una piedra en el zapato. A veces puedes orillarte, quitarte el tenis —o el mocasín, cuando te ocurre en un día cotidiano—, sacudirlo, limpiarte el calcetín, tomar un respiro y proseguir, otras no. Si la piedra es pequeña y la prioridad es llegar rápido porque quieres batir una marca o imponer un récord, entonces ni modo, hay que continuar.
Y así lo hice hasta que conseguí sacarla de mis pensamientos, pero enseguida me surgió un dolor en la ingle derecha que se agudizó con la distancia hasta volverse insoportable. Mientras corría me di un masaje intenso con las puntas de los dedos. No disminuyó y decidí, de nueva cuenta, quitarle mi atención. Concluí que a veces no queda más remedio que continuar, incluso con el peor de los dolores, y seguí adelante. A la larga, detenerme habría sido más doloroso. En las carreras y en la vida surgen muchos imprevistos y, de una u otra forma, hay que superarlos.
Correr es muy parecido a vivir y, en ambos casos, visualizarse es muy importante, aunque más vale que sea siempre a favor, rebasando imbatible la línea de llegada, pues, la imaginación, para bien o para mal, puede ser la antesala de la realidad. Basta que te subas a un pensamiento para aterrizar al poco tiempo en su destino. Los pensamientos son alfombras mágicas que, o las aprendes a manejar y te transportan lejos, o en pleno vuelo amenazan con tirarte al suelo sin paracaídas. Son el vehículo de la mente y por eso es importante escoger con cuidado cuál abordar.
Desde el kilómetro 29 ansiaba ver a mi esposa. Cuando por fin la ubiqué sentí que había llegado a otra de mis pequeñas metas que hacían de aquella prolongada ruta un viaje más corto. El maratón y la vida están conformados por pequeñas metas, la línea final es tan solo una consecuencia en la que, en uno y otro caso, no hay más premio que extender los brazos al cielo para volver a hacerte uno contigo mismo.
Corrimos juntos por la Condesa y en la calle de Amsterdam me consiguió el trozo más exquisito de sandía que jamás haya probado, más revitalizador que cualquier gel o que alguna de esas porquerías que tan mal saben y que dudo que le caigan muy bien a los estómagos. Sin embargo, lo que más le agradezco fue ese pedazo de hielo que me metí en los bóxers para anestesiar mi ingle. A partir de que nos encontramos le pedí que contará con su reloj el tiempo que transcurría entre cada kilómetro, yo no quería invertir ni un esfuerzo en voltear a ver el mío, pues ya a esa altura hasta los pensamientos pesan y conviene despojarse incluso de las ideas. Había empezado a un paso de 4:45 más o menos y para entonces íbamos en cinco.
En cuanto entramos a Insurgentes me percaté de la corriente humana de la que formaba parte y de inmediato sentí claramente como el poderoso río místico de la vida fluía por mis venas y abría camino a mi paso. Mi sensación en ese momento, a pesar del dolor en las piernas, fue de que todo era posible y que nada importaba más que estar ahí, en ese instante, en ese sitio. Todos éramos uno, corredores, voluntarios, los que nos animaban en la calle, quienes gritaban desde las ventanas de los edificios, los que tocaban los tambores al ritmo del corazón, los trabajadores de los restaurantes que nos ofrecían agua y dulces, con un deseo profundo de cruzar la meta de nuestros ojos y conectar sus miradas con las nuestras para experimentar el contacto humano que tanto le hace falta a esta ciudad, a este país y a este mundo.
Fue en medio de ese éxtasis que me topé con Carlos. Él corría con una guía, no podía ver, por lo menos como los demás entendemos. Siempre me ha impresionado mucho que una persona pueda, ya no digamos correr, sino simplemente andar por ahí en la más absoluta de las oscuridades, sin saber qué hay delante, confiando su vida a veces a la suerte, a un báculo o, con fortuna, a la generosidad de alguna persona que lo conduzca, en este caso, para experimentar una vivencia tan gratificante como lo es correr.
El caso es que iba unos metros detrás de Carlos, quien llevaba su nombre impreso en el dorso de su camiseta, y al advertir que era ciego me conmoví ahora sí hasta las lágrimas. Una explosión de emociones me recorrió de la coronilla a los pies y quise hacerle saber que lo acompañaba, que estaba a un lado suyo.
—¡Vamos, Carlos! —lo alenté con la voz cortada, desde lo mero hondo—. ¡Ya estamos cerca! —alcancé a decirle antes de callar de golpe y contenerme porque de la emoción se me iba el aire y no podía respirar bien.
Y entonces pasó algo completamente inesperado para mí. Con la misma emoción, al borde del llanto, sumergido en el agotamiento pero agitado por los sentimientos, con absoluta seriedad y franqueza, con la humildad más contundente que yo haya escuchado nunca, me respondió:
—¡Corre por mi vida! —gritó con la mirada transparente apuntando a ningún sitio pero dirigida a esa parte invisible de mí que se llama alma.
Jamás alguien me había pedido algo tan serio y desde lo más profundo de sí. Supongo que cuando se establece una comunicación a ese nivel, las palabras traspasan las barreras de la razón y penetran directamente hasta el espíritu de quien las recibe, y eso exactamente me ocurrió a mí, que comencé a correr con todas las fuerzas que me quedaban, por su vida, por la mía y por la de todos los que nos hemos sentido exhaustos y en la penumbra, ávidos de auxilio y confort humano. Corrí por mi hermana, mi hermano, por mis padres y también por mi esposa y mis hijos, porque me sentía invencible y porque deseo lo mejor para todos.
Volteé atrás. No estoy seguro si le contesté en voz alta o sólo en off, en mi película. Solamente espero de verdad que me haya oído o que de menos percibiera la aceleración de mis pasos, la intensidad, los latidos de mi corazón a tope.
—¡Ya lo estoy haciendo! ¡Estoy corriendo por ti! ¡Con todas mis fuerzas! —y sin audífonos ni dispositivo alguno sonó en mis adentros “Hoppípolla” o “Saltando en los charcos” si la traducimos del islandés al español.
Mantuve el ritmo un par de kilómetros hasta que perdí por completo la resistencia y lo bajé a 5:10, extremadamente cansado. El agotamiento finiquita no nada más la resistencia física, sino todo tipo de resistencia, incluida la resistencia a los sentimientos; ya no te resistes, te rindes a ellos. Las pocas fuerzas que conservas las concentras en tus zancadas, no puedes gastar ni un átomo de energía en oponerte siquiera al enternecimiento. Lloras por la debilidad, por el esfuerzo sobrehumano, por los recuerdos, la fatiga y por el simple pronunciamiento de tu nombre en voz de un extraño. Los aplausos son en esos instantes más importantes que nunca y es en esas circunstancias cuando incluso se redimen las culpas.
Frente al Teatro de los Insurgentes agradecí a la vida el ejemplo que acaban de darme mis hijas, Regina y Paula, que entre cientos de niñas fueron seleccionadas para formar parte del elenco de “Annie, el musical”. Yo suelo creer y profesar que todo es posible, pero pocas veces lo he experimentado tan contundentemente en carne propia o, bueno, a través de ellas. Se trataba de un auténtico sueño suyo y también, de cierta cierta manera, mío. Se me salieron las lágrimas como el día que me dieron la noticia. No podía creerlo, y simultáneamente sí, eran las afortunadas, a las que les sucedió aquello que le ocurre a unos cuantos, lo extraordinario. Somos de esos a los que les pueden pasar cosas imposibles, los que tienen el don de manifestar, de materializar sus deseos y convertir en realidad lo que sueñan.
Al verlas, ya muy cerca del estadio olímpico, pude acelerar otra vez un poco el ritmo, las abracé, lo mismo que a Lorenzo, y les di un beso en la frente a cada uno. Les recordé que los amo y bebí de un trago el Gatorade amarillo helado para enfilarme absolutamente satisfecho a la meta.
Justo en el km 41 escuché una voz conocida:
—¡Órale, Koloffon, cierra duro, con tu mejor cara! —me gritó Rubén, mi coach, entre la muchedumbre que se aglomeró en el tramo final de la ruta, ahí donde los corredores dan su mayor esfuerzo, porque no hay nada más inspirador que contemplar a un hombre entregarse con todo su ser a una causa hasta las últimas consecuencias.
Enseguida miré mi reloj, estaba a punto de cumplir tres horas y media de carrera, tiempo muy cercano al que Rubén creyó que haría, casi una hora menos que en 2015, cuando corrí por mi cuenta, sin un entrenador y con la preparación mínima. Tener un maestro es otra bendición, la posibilidad de que una persona te transmita su experiencia, es invaluable.