Si tuviera que enumerar una de las situaciones que más inquietud y miedo me provocan, entre ellas incluiría una de esas veces que mientras nado en el mar comienzo a imaginar algún animal que deambula cerca y contempla el movimiento de mis pies manteniéndome a flote. Por ejemplo, un escualo cerca de la orilla, o una ballena si me lanzo de una lancha al mar abierto para refrescarme.
Me he llegado a salir aprisa —aunque disimuladamente— del agua, de darle tanto vuelo a los pensamientos. El miedo no anda en burro, pero sí en tiburón.
Sin embargo, ayer fue muy distinto. Mi hijo de siete años y yo nos encontrábamos en medio del océano. No sé cuánto tiempo llevaríamos ahí, pero estábamos muy tranquilos, felices, inmersos en el instante, dándole de vez en vez pequeños golpes con la palma de las manos al calmo mar. Pero de pronto, ocurrió lo impensable, lo más temido: a escasos metros vimos emerger lentamente una larga aleta negra, brillante, amenazadora. No podía ser realidad, una orca en las aguas tibias de Zihuatanejo en pleno verano.
No tuve tiempo de concentrarme en el pánico que tantas veces había alcanzado a vislumbrar con escenas imaginarias semejantes. Debía reaccionar rápido. Le dije a mi hijo que no se moviera, que debíamos guardar la calma aunque estuviéramos muertos de pavor. Es lo que aconsejan en documentales marinos, incluso en los de perros: mantenerse quieto. Si no, el cetáceo, pudiera confundirnos con una foca, un atún o con cualquier otro alimento.
Enseguida me acerqué a Lorenzo. Eso no lo vi en la televisión o en ningún video, pero mi instinto me dijo que mejor flotáramos para no mover las piernas debajo y evitar así llamar la atención de la ballena asesina. Le expliqué que necesitábamos permanecer unidos para sobrevivir a la terrible angustia y además para aparentar ser un animal grande y no una presa fácil y pequeña. Si bien imaginé muchas veces esto, no podía creer que estuviera ocurriendo, menos con mi hijo junto. Así son las pesadillas.
La ballena, de la que poco a poco pude ver su apabullante corpulencia negra y blanca, tampoco venía sola. No sé de dónde apareció, también inesperadamente, su cría. A su lado parecía pequeña, aunque me intimidaba tanto como la madre, más porque la protegería a toda costa del menor peligro. Lorenzo y yo nos tomamos de la mano, entonces sí, llenos de terror, y continuamos flotando conforme se nos acercaban, inundándonos con su presencia amenazadora.
Supuse lo peor, pero para nuestra fortuna no pasó nada. La situación se prolongó un rato, el suficiente para asimilar segundo a segundo el sobrenatural encuentro. Ambas ballenas apenas se movían, flotaban como nosotros. De pronto se sumergían y en mi manaba la esperanza de que por fin se alejarían. Pero no. Iban y venían lentamente, regresaban muy despacio, de pronto hasta nos rozaban y parecía como si nos olfatearan y quisieran cariños cual perros mansos.
A pesar del peligro latente, empezamos a perder el miedo, a acostumbrarnos, a maravillarnos, tal como suele suceder una vez que vas adentrándote en lo desconocido. Asumimos el riesgo, volvimos a dar leves manotazos en el agua a los que las orcas respondían aproximándose. A pesar del estado de alerta, establecimos una especie de juego, un contacto fascinante, casi milagroso. Nos permitían tocarlas. Lo deseaban, intuyo. Y ahí estábamos los dos, absortos en el acontecimiento. “Nadie nos va a creer”, pensé, pero daba lo mismo. Lo importante era estar plenamente presente ahí, en ese inconmensurable océano de misterios del cual no deseaba salir nunca.
Pero el despertador me secó de golpe. Conseguí flotar todavía unos momentos en la cama, donde se me fue asentando el sueño, la arena, el mar, el cielo azul y las delgadas nubes que contemplé claramente antes de que surgieran aquellas bestias marinas perfectamente delineadas en mis profundidades. Juraría que su piel es tal como la sintieron mis manos, las mismas que golpearon el agua y que se entrelazaron con las de mi hijo. De dónde surgió el sabor a sal en mi boca, el olor a ballena, la amenaza, la sensación de muerte, el sentimiento de vida, el asombro, la gratitud. Los colores, las texturas, la conexión de las miradas entre unos y otros, el fulgor del sol en mi rostro, las ganas de permanecer ahí, toda esa certeza y perfección de todo aquello que viví, pues, otra vez, juraría que tal cual se siente.
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