Se estima que unas 200 mil personas personas yacen aún bajo los escombros de los edificios y construcciones que se vinieron abajo en Turquía y Siria tras el terremoto de magnitud 7,8 de la semana pasada y sus consiguientes réplicas. Pudieran ser más, en lo que apunta a convertirse en una de las peores tragedias de la humanidad.
Entre los desaparecidos se cuentan niños, abuelos, oficinistas, músicos, estudiantes, maestros de universidades y escuelas, obreros, empresarios, amas de casa, abogados, contadores, gente desempleada y deportistas amateurs y profesionales, como Christian Atsu, el ghanés que apenas horas antes del devastador sismo anotó un gol en el minuto 90+7 para sacar de zona de descenso a su equipo, el Hatayspor, de la segunda división del futbol turco.
«¡Nunca olvidará Atsu está ovación, este es el paraíso para el africano!», insistía emocionado el locutor del partido, a quien apenas se le escuchaba la voz entre la locura que se había desatado en el estadio. Los aficionados brincaban en las gradas, los compañeros de Atsu se abalanzaban sobre él, los aplausos y la euforia crecían. La felicidad no cabía ahí.
Pero bajo los escombros no importa qué sea uno ni lo que haya o no hecho. Da igual ser la estrella del futbol o de las películas, nadador, basquetbolista, informático, ingeniero, millonario o don nadie. Bajo los escombros volvemos a convertirnos simplemente en personas, en lo esencial, en mujeres y hombres sin atavíos, complicaciones o títulos. Nada más que seres humanos que anhelan sobrevivir, quitarse el hambre, el frío y volver a abrazar a los suyos. Lo básico es lo más importante.
Miro las imágenes de los rescates y me pregunto cómo es que, por un lado, celebramos tanto la vida de las personas que consiguen sacar de entre los restos de la desgracia, mientras que los muertos que dejan las guerras y masacres —no tan lejos de ahí ni de acá— ya no nos conmocionan. Somos capaces de arriesgar nuestra propia vida por otros y, al mismo tiempo, podemos desentendernos y hasta ser despiadados.
Me invade la congoja, en mis propias ruinas, bajo mis propios escombros, con una cerveza en mano en un domingo de Super Bowl.
Que cada uno resistamos a nuestra destrucción y, también, que Atsu y tantos otros hombres y mujeres sobrevivan a los derrumbes, aunque a una semana de la catástrofe es probable que el de Ghana haya vuelto a escuchar los aplausos y una ovación semejante a la de su agónico gol, pero esta vez en el sueño final que deshace la realidad.
Estoy en FB, Twitter, IG y LinkedIn como @FJKoloffon. Y trabajo en La Novelería y en Koloffon Eureka.
Texto publicado en la columna “Don’t Stop me Now” del periódico El Universal.