A lo lejos alcancé a ver que se tallaba los ojos. Mi esposa estaba ahí con él. Son amigos desde 2018, cuando ambos daban clases en un estudio para corredores. Conforme me acercaba distinguía ciertos gestos en su rostro que me hicieron pensar que lloraba. A mi parecer no tendría por qué, no había una razón aparente, aunque me daba la impresión de que hablaban de algo importante. Ya junto a ellos descubrí sus ojos rojos. El sudor que le escurría por la cara me hizo todavía dudar, pero, en efecto, varias de esas gotas eran lágrimas.
¿Quién nos hizo creer que los hombres no debemos llorar? Los mismos hombres nos lo hemos impuesto de generación en generación, los papás al repetirle a los hijos: «Levántate, no pasa nada, los hombres no lloramos». He escuchado a alguna mamá también, y me parece tan patético como esas veces que suplican a los niños: «Ya no crezcas, hijo, ya quédate así». ¿Los quieren enanos o cómo? Las palabras tienen un gran poder, pero las minimizamos, como a los sentimientos.
Diego Suárez Montes de Oca se empezó a dar permiso de llorar hace quince años, cuando murió su padre. Por el dolor, claro, y también porque no encontró el momento para decirle varias cosas. Pero esos momentos no es nada más buscarlos, sino que se den, y eso a veces no ocurre. Nunca le confesó que aborrecía el futbol, y que de pronto odiaba también la escuela, pues a los niños que no les gusta el futbol los mandan a la banca. Tampoco alcanzó a decirle que no le atraían las mujeres, y que era gay.
A mi parecer, no había una razón para que estuviera llorando el domingo, pero vaya que sí: su reloj marcó 35:57 al terminar el chequeo de diez kilómetros que nos puso el entrenador en preparación para nuestros respectivos maratones. «Es que soy bueno, soy un buen corredor y tengo que creérmelo. Me cuesta trabajo porque crecí lleno de inseguridades y a veces no me la creo», nos explicaba mientras Mayu mi mujer lo abrazaba. «De niño viví impuesto al futbol y me hacían sentir el más malo de todos. Siempre me escogían al último en los equipos. Y luego el rollo gay».
Hay días en que nos sorprendemos a nosotros mismos y nos damos cuenta de lo que somos capaces, y a esos días tenemos que aferrarnos. Se requiere tanto valor para correr a 3:30 durante diez kilómetros, como para salir del clóset, y todos tenemos un armario al cual deseamos romperle las puertas.
«La primera vez que salí deliberadamente a correr fue precisamente cuando mi papá estaba grave. Necesitaba sacar lo que traía y sentí una libertad, una paz y una adrenalina tal que, eso sí, llegué al hospital a contarle de la magia que experimenté. Fue de las últimas cosas que le compartí».
Correr fondo es ir a tus profundidades; es que aparezcan muchas sensaciones, planes, personas que ya no están y gente que conservamos; es que surjan mensajes, recuerdos, consciencia, lágrimas y certezas. Es llegar a ti.
Diego trabaja —con ayuda de Rubén, nuestro coach— en cruzar por primera vez la meta de su próximo maratón, Chicago, por debajo de las tres horas. Y, sobre todo, en creerse un atleta. Mayu y yo, aunque no seremos sub 3, entrenamos para poder levantar los brazos y sonreír al cielo una vez que finalicemos nuestros siguientes 42.195 kilómetros.
Buena suerte a todos, corredores o no, en sus muy personales maratones de vida.
Estoy en Twitter, FB e IG como @FJKoloffon. Y trabajo en Koloffon Eureka y en La Novelería.
Columna publicada en el periódico El Universal.