Mi padre solía decir que los años impares serían buenos. Momentos antes de que comenzaran, o incluso recién inaugurados con las doce campanadas y sus respectivas uvas, brindaba: “Este año es impar, van a ver que será muy bueno”. Pero luego de tres años impares consecutivos que no cumplieron sus expectativas, no volvió a repetirlo.
Para él, un año bueno radicaba en su economía y dependía de sus negocios, pues lo más importante en su vida era tener mucho dinero para complacernos, darnos gustos, lujos y llevarnos a conocer el mundo en primera. Cada quien tiene sus prioridades —y son válidas y respetables cada una—, pero lo curioso es que basta darles algunas vueltas para descubrir el otro lado de las cosas, donde casi las de todos coinciden y en donde lo principal son casi siempre los seres amados.
Lo que es verdad, por donde sea que se le mire, es que ni la numerología, ni los presidentes en turno o los calzones rojos tienen el poder para determinar nuestro año. De hecho, si nos pusiéramos estrictos, el año nuevo no es nada, es un día más, es tiempo, y este, como tal y como decía Einstein, no existe, es un invento imaginario. Sin embargo, lejos de ser fechas para andar de rigurosos, estos son días para ponernos amables y conceder; deseos y, también, hipótesis extraordinarias y teorías fantasiosas.
La mía es que, efectivamente, el año es una colección de puras cosas invisibles, que no se llaman necesariamente minutos, horas o días, sino sentimientos. Los míos comenzaron esta vez un poco convulsos porque uno de mis lectores más cercanos, mi padre, no podrá leer ni darle share o retuit a esta primera columna del 2019, la cual escribo junto a su cama en terapia intensiva con God Only Knows (su canción favorita) de fondo en mi computadora. Desde aquí batalla para quizás averiguar en un futuro no muy lejano si más bien ahora los buenos son los años par.
De pronto tengo la sensación de que la gente lucha en los momentos cruciales exclusivamente para recibir dosis de amor y caricias, porque tal vez sea hasta entonces cuando verdaderamente asimilamos que eso es lo único que, si acaso, podremos llevarnos.
Al ver a mi papá con los ojos cerrados, alcanzo a ver todo lo que hizo y le aplaudo y agradezco telepáticamente; ya le escribiré la lista cuando salga de aquí, pues es de los que suele enfocarse en lo que falta, y le haría bien darse cuenta de lo bueno y olvidarse de lo no tanto. Antes de que se durmiera le mostré en el celular una fotografía de Lorenzo, mi hijo, su nieto, y lo reconoció sin problema. Pienso que únicamente quien tiene un hijo puede saber cuánto lo quiere su padre, pues nadie nos querrá como un padre y nosotros nunca seremos capaces de querer a nadie más que a un hijo.
Sé que esta es una sección deportiva, por eso les contaré lo que anoche comentó mi madre: “Vamos a enfrentar esto como un equipo de futbol americano, haciendo teambacks, si un día uno está triste, los demás lo abrazamos, si otro necesita descanso, lo apoyamos”.
La vida cualquier día te mata. Y la muerte, con un solo cariño, cualquier día te revive.
Buen año para todos.
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Columna publicada en el periódico El Universal.