Hace unos años, mientras corría en los Viveros de Coyoacán, a la distancia distinguí a tres personas que corrían inusualmente juntas. Saltaron a mi vista porque yo soy de correr solo y de mantener libre mi espacio sagrado, mi campo electromagnético. Vaya, la verdad es que, simplemente, soy algo huraño.
Conforme me les acercaba, porque avanzaban a un paso tranquilo, pude notar que sus manos estaban unidas. Sólo hasta que me ubiqué justo detrás de ellos entendí que iban amarrados de las muñecas, los corredores de los extremos al de en medio. El de su derecha corría con los ojos cerrados, el de la izquierda con un antifaz.
La escena me impactó, me conmovió tanto como cuando Totó salva la vida de Alfredo en el incendio en que se queda ciego en Cinema Paradiso. Enseguida sentí un calor en la coronilla, una quemazón que se propagó por mi interior, como ese fuego que surge con el deseo profundo de acercarte y hablar con alguien que no conoces, ya sea porque te gusta o, bien, porque necesitas decirle algo importante. Quería manifestarle a los tres mis respetos, aunque especialmente al guía.
Pero, al igual que me pasó varias veces desde mi infancia hasta mis juventudes cuando quería soltarle un simple “hola” a tantos amores que tuve a primera vista, no me atreví y pasé de largo junto a ellos. “A la siguiente vuelta”, me dije y aceleré el ritmo.
Yo acababa de abrir mi agencia de storytelling y, precisamente, tenía la idea de tocar la puerta de las principales marcas deportivas para proponerles una campaña de running. Conforme corría para encontrar a aquellos tres hombres, me imaginé hablándoles de ellos a los especialistas del marketing, que nunca me hicieron caso porque preferían verdaderos influencers (ja). Ahí había una historia que contar, una auténtica historia que hoy estoy seguro es, no de publicidad, sino de película.
Después de dos vueltas más logré verlos. Corrí unos instantes a su lado y supuse que con su gran sentido de la percepción ya habrían notado mi presencia, así que los saludé, me presenté y les expresé a los tres mi admiración. El guía, no es casualidad, se llamaba Ángel, Ángel Zúñiga. A la mañana siguiente fui a desayunar con él al Sanborns de enfrente. Tenía 27 años y recién había renunciado a un empleo donde, subrayó, su trabajo no le servía de nada al mundo, así que, en lo que le salía otra oportunidad, aceptó la invitación de su cuñado para ayudarlo en su equipo de atletismo a cambio de, aparentemente, nada, pues no tenía un sueldo. “Me ganó la curiosidad de correr con gente que no ve”.
Hoy dedica por completo su vida a correr con invidentes y débiles visuales. Trabaja para la delegación del deporte de Sinaloa, en la que, mientras cumpla con sus responsabilidades, le permiten ayudar a otros atletas diferentes de distintas entidades, porque, es importante mencionar, por cada tres paratletas hay únicamente un guía. “A veces lloran desconsolados en la competencia porque no hay quien los acompañe, por eso ahí tiene que estar uno bien dispuesto, aunque se desgarre”, me platicó ayer que hablamos por teléfono. “Y sí me he desgarrado”.
Hoy tiene 32 años y diversos campeonatos nacionales e internacionales en su haber. En 2016 corrió el Maratón de la CDMX al lado de Ángeles Herrera, cuyo nombre tampoco es una coincidencia. Ángeles y Ángel ganaron el primer lugar. A él no le colgaron una medalla, su nombre no figuró en los periódicos ni su rostro apareció en los noticieros, pero nada de eso le importa, porque, como dice Antoine de Saint-Exupéry, lo esencial es invisible a los ojos, y más en un país donde casi nadie voltea a ver a los atletas, menos a los ciegos y, mucho menos aún, a quienes los guían.
Por eso aquella mañana en los Viveros de Coyoacán quise saludarlo especialmente a él.