Mi primer sentimiento cuando me pongo en el papel de un inocente que es llevado a la prisión en una película, es el terror de lo que podría sucederme ahí adentro: amedrentamiento, extorsiones, zaña, acoso, lesiones, abuso.
«¿Qué es lo me va a ocurrir entre toda esa gente?, ¿qué van a hacerme? Eso que dices, Francisco, es exactamente lo que me atormentaba en el coche —sin emblemas de la policía— en el que me subieron para llevarme al penal, a pesar del amparo que guardaba en mi bolsa».
Ayer entrevisté a Alejandra Cuevas Morán. Le pedí a Alonso su hijo que me concedieran media hora. Lo conozco porque hace 25 años trabajamos en la misma firma de abogados. Después mantuvimos la conexión vía e-mail, basada en el anhelo mutuo de mejor dedicarnos a otra cosa. Él se convirtió en periodista; ganó un Emmy. Nunca imaginó para qué le servirían ambas profesiones, hasta que el devenir del destino se lo ha hecho evidente.
«Se dieron una serie de factores para que mi mamá esté libre, desde milagros hasta tenacidad y conflagrancia social».
Alonso es un tipo especial, de esos que defienden lo incuestionable y que, a su vez, creen en certezas que no necesariamente se aprecian a simple vista. En su primera visita a la cárcel, le enseñó a su mamá la técnica del pranayana, el control lento y silencioso de la respiración para brindar tranquilidad al cuerpo y la mente.
«Al mismo tiempo comencé a hacer ejercicio. No estaba dispuesta a dejarme morir. Nadie, ni siquiera el fiscal más perverso en las peores condiciones, tiene el poder para disponer ya no tanto de nuestras vidas, sino de nuestra determinación. Así que bajé a lo que llaman el área verde, una especie de solar amarillento y árido al que le di varias vueltas. Encontré a dos internas que según levantaban pesas, aunque como no habían pesas simplemente platicaban. Más apartada vi a otra reclusa que, por sus movimientos, parecía tener idea sobre rutinas. Me acerqué a preguntarle, lo negó y me pidió que la dejara en paz. Días más tarde, ante mi insistencia, me confesó que hasta antes de su encarcelamiento se ganaba la vida como entrenadora personal.
»La cárcel te enflaca mucho. Perdí el hambre por completo. Llevaba 20 años haciendo ejercicio y sabía que, o evitaba lo cardiovascular, o desaparecería. Mara acabó siendo mi coach y la de otras internas que poco a poco se nos unieron. También se volvió una de mis mejores amigas. Con botellas rellenas de agua nos puso ejercicios de fuerza y algunas series de lagartijas, sentadillas, desplantes y abdominales. Una vez que estabilicé mi peso, además subía y bajaba corriendo los 55 escalones de los tres pisos de escaleras a mi celda.
»Más allá del cuerpo, las dos horas de ejercicio servían para que nuestra mente se concentrara exclusivamente en ese esfuerzo y nuestros pensamientos se liberaran de todo lo que nos atormentaba la cabeza. Por eso el grupo crecía tanto como el sentimiento de compañerismo que sutilmente, sin que nadie se diera cuenta, se propagó entre las mujeres de Santa Marta Acatitla. Y ya no sólo nos reuníamos por las mañanas en la tal área verde, pronto empezamos a armar rompecabezas por las tardes, otra práctica distractiva que tiende a reconstruir las conexiones neurológicas. Afuera me salvaron mis hijos; adentro, el ejercicio».
Alejandra nunca se enfermó en sus 528 días de encarcelamiento. Probablemente el pranayana fortaleció su sistema inmune, o pudo ser el ejercicio o el amor propio que también robusteció durante su injusto confinamiento. Da igual, al final, las tres son técnicas para sobrevivir.
Hubo, sí, quienes al principio trataron de agredirla. Sin embargo, quién sabe de dónde sacó ella la valentía para enfrentarlas con palabras que las llevaron a reflexionar. Quizá del mismo sitio que Ana Paula, Alonso y Gonzalo para combatir en el exterior a las fuerzas del mal.
«Nunca pensé decirlo, pero extraño a mis compañeras, y voy a hacer todo lo que pueda para ayudarles a salir».
Estoy en Facebook, Instagram y Twitter. Trabajo en Koloffon Eureka y en La Novelería.
Columna publicada en el periódico El Universal.