Con tres años, Renata Zarazúa ya arrastraba su raqueta por toda la casa. Su papá le explicó cómo botar la pelota para golpearla contra el muro del patio, aunque la verdad es que ella aprendió como Dios le dio a entender. Desde entonces lo traía en la sangre, en el corazón y los genes, así que bastó aquel primer passing shot a la pared para que la vibración de las cuerdas sintonizara de inmediato con la suya.
El tenis le viene de su bisabuela paterna, de Vicente su tío abuelo, y de su propio padre, José Luis, quien no espero para llevarla a las canchas del Club Atlas Colomos, en Guadalajara, donde vivían. «Aquí no es guardería», le advirtió el entrenador. «No seas gacho, déjala tomar la clase y al final hablamos».
Renata se quedó. Eso tan especial que su papá alcanzó a ver en ella aún tan chiquita, pronto comenzó a hacerse palpable a los ojos de otros, hasta que acabó por distinguirse como un talento indubitable que llevaría a José Luis y a Alejandra, su mamá, a apoyarla hasta las últimas consecuencias.
Llegado el momento, cuando asumieron que la cosa iba en serio, la familia dejó todo y se mudó a San Antonio, Texas, para que Renata (con sus 11 años) y su hermano Pato (de 12) ingresaran a una academia de tenis en la que Leo Lavalle —viejo conocido del tenis nacional— les supuso un gran apoyo.
«Tomar una decisión de empezar una nueva vida es muy difícil», comenta José Luis mientras viaja al pasado, «pero cuando un don se manifiesta con tal claridad, te das cuenta que es por ahí si realmente quieres apoyarla, y entonces se vuelve fácil. Quisimos darle las máximas herramientas para que desarrollara todo su potencial».
Despuntó como la número uno de México en todas las categorías que atravesó hasta volverse profesional, donde hoy igualmente ocupa la cima del ranking de mexicanas gracias a su dedicación y, también, a la de Pato, su hermano y entrenador. A comienzos de este año alcanzó la semifinal del Abierto Mexicano de Tenis en Acapulco, uno de los últimos torneos que se jugaron con público a reventar antes de la pandemia.
Existe la idea de que bastan 21 días para hacernos a una costumbre o para crearnos hábitos nuevos. Con su primer triunfo en Roland Garros hace dos semanas, Rena —como la conoce y llama su gente— se ha comenzado a acostumbrar a jugar con las mejores, a recibir buenas primas por sus victorias y a escuchar aplausos, porque ese talento que hace años manifestó ante su padre, hoy se refleja en la televisión, y esa es su nueva realidad.
Para ella lo importante es dejarlo todo en la cancha, para sus papás es que sea feliz. Sirva su ejemplo para recordarnos que la señal para ir allá afuera en busca de lo incierto, es sentir la certeza interior.
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Texto publicado hoy en El Universal Online.