Muy posiblemente, a esta hora, cuando usted esté leyendo estas líneas, la 39ª Carrera del Día del Padre (CDP) ya habrá terminado. O, a lo mejor, todavía venga por ahí algún papá rezagado, a paso lento, exhausto en esa durísima parte final del recorrido, entre aplausos de su familia y de uno que otro desconocido.
O quizá, si es que en efecto queda aún alguno, vaya solo y su alma. Es difícil saber cómo se acabará una carrera, casi tanto como adivinar el final de la vida propia. Correr, vivir y morir son deportes muy parecidos.
Yo espero haber cruzado la meta cuando mi reloj marque cerca de 1 h y 30 min. Mi entrenador me sugirió aprovechar la bajada. “No te desboques, pero tampoco te reserves, déjate ir, fluye con el camino y súbete a ese momento”. Las estrategias, sobre todo a cierta edad, son esenciales.
La primera mitad de la ruta —los primeros diez y pico de kilómetros—, que arrancan a la altura de Perisur y hasta dar vuelta en Cuemanco—, son puro descenso, la parte rápida de la carrera. El regreso es más lento y, a veces, complicado, pues es la subida y el cansancio acumulado. Muchos lo padecen, aunque hay quienes se preparan especialmente para la conclusión y, aun al borde de la meta, se les ve tan campantes.
El camino de un padre no es precisamente sencillo. Muchas de las veces comienza cuando ni si quiera nos hemos enterado. Casi siempre es alguien quien nos avisa, “qué crees, que ya empezó, ¡vas!”. En mi caso, extrañamente, lo supe por una corazonada, todavía con taquicardia, bañado en sudor y viendo al techo. La paternidad es una especie de misterio.
Alguna vez, en mi papel de hijo, me puse a pensar que de una u otra forma veníamos aquí a superar a nuestros padres, y que ahí radicaba la evolución. Sin embargo, hoy me parece que esto más bien se trata simplemente de correr tu propia carrera. O de caminarla, pues en esto de la existencia no hay ni ganadores ni vencidos, sino seres que avanzan cada uno a su paso y con sus propias experiencias.
Felicidades a todos los papás, a los que participaron en la CDP y a los que no, a los lentos, a los rápidos, a los gordos, a los flacos, a los jóvenes, a los que quieren serlo pero todavía no lo son, incluso a los que se convirtieron ya solamente en recuerdos y revolotean en la mente y el corazón de sus hijos. A los que son uno en un millón y vinieron con misiones especiales, a los comunes y corrientes, aunque ninguno lo sea. Y en especial al mío, que acá sigue.
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Columna publicada en el periódico El Universal.