Hace exactamente un año estaba en la línea de salida del maratón de París. Había suspendido mi entrenamiento el tercer mes de preparación cuando se me rompió un disco de la columna. Fui allá sólo para acompañar a mi mujer, la seguiría con la aplicación que descargué en el celular para darle ánimos en dos o tres puntos del recorrido.
El avión me sentó de maravilla, seguí las instrucciones del doctor Broc y me levanté de mi asiento cada hora. Llegué a París trasnochado pero como si nada. A la mañana siguiente, contraviniendo sus indicaciones, troté por vez primera a un mes y medio del procedimiento que me practicó en el hospital. Bastaron cinco vueltas en el Parc Monceau para sentirme como nuevo. Al otro día repetí la dosis y de ahí fuimos en metro a la expo del maratón a que mi esposa recogiera su número. En el trayecto, entre toda la parafernalia del maratón y gente de tantas nacionalidades, decidí recoger también el mío. No soy de coleccionar nada, pero le dije que sería un bonito recuerdo… Ambos sabíamos.
Era una locura, un disparate de esos que me gusta ver en las películas, como la de Seabiscuit, el legendario caballo de carreras que se rompió una pata y, contra todos los momios, en un final de Hollywood ganó la gloria junto con su jockey, quien también tenía una pierna golpeada, y una historia. Pero la vida no es necesariamente una película y en el kilómetro 15 comencé a sentir un extraño calor a la altura de la lesión. Estaba por detenerme, pero, de pronto, una banda comenzó a tocar de modo espectacular Starman, de David Bowie, y cuando Bowie suena, uno no se da por vencido, no se para, se pone de pie. Así que seguí.
Tres kilómetros después, el eco de Major Tom se apagó por completo en mi mente, mientras un incendio en mi cintura se propagó por toda la parte baja de la espalda, lo cual activó mis alarmas. Me hice a un lado, era mucho riesgo, y paré. Pasaron treinta segundos, no sabía qué hacer. El fuego cedió y volví a correr, di unas diez zancadas y frené nuevamente. Un corredor pasó junto a mí y me alentó en francés: “Allez-y! Allez!”. Yo lo dudé, le agradecí, miré mi reloj, había perdido un minuto. Todavía, con un impulso involuntario, traté de recuperarme, alcancé a dar unos pasos y, ahora sí, me detuve. Abandoné.
Qué difícil es abandonar, incluso cuando lo has decidido. No acabas de hacerte a la idea y siempre queda ahí una reminiscencia de arrepentimiento. Deseaba volver a emerger en medio de ese río de personas y ser parte de esa eufórica marea humana. A pesar de que desde antes de empezar sabía que probablemente no terminaría, salirme fue muy duro. Más tarde vi a los corredores avanzar a un lado del Sena y me sentí profundamente frustrado.
Una vez que por fin me calmé, pensé en lo difícil que debe ser para un músico abandonar a su banda y ver que ellos perduran, o lo terrible que será abandonar a tus hijos y saber que ya no los tendrás y que continuarán sin ti. Le di muchas vueltas a lo que significa abandonar, a su alcance, hasta que caí en cuenta que, últimadamente, todo en esta vida es ir abandonando: circunstancias, personas, sentimientos, creencias, cosas, posturas, posiciones, anhelos, culpas y arrepentimientos.
Abandonar la idea de ser el hombre más rico del mundo, y conformarte con ser feliz. Abandonar la idea de que nunca vas a abandonar. Abandonar la idea de tener pelo para siempre, amigos; o la de conservar los pechos duros hasta la muerte, mujeres. Abandonar la idea de que tú nunca caminarás despacio. Finalmente, un día nos abandonará la gran fuerza, y nosotros abandonaremos el cuerpo, la vida.
Seabiscuit le ganó a War Admiral la Carrera del Siglo en 1938 y abandonó el mundo en 1947. La vida no es necesariamente una película, puede igual ser una novela o una obra de teatro.
(Aquí pueden leer todo lo que pasó antes: Las horas perdidas)
Twitter: @FJKoloffon
Columna publicada en el periódico El Universal.