Subidas, bajadas, personajes maravillosos y una rodilla.


Hace unos días le mandé un mensaje por Facebook a Emilio Cano, mi amigo de las salsas “Ranchero”, el que un día hizo corte de caja a su vida y sin más que su esposa y su perro pastor ovejero se fue a vivir a Australia. Poco más necesitará uno cuando decide empezar una nueva vida al otro extremo del mundo. El caso es que le pregunté, porque es un gran corredor, si escuchar un mantra ligero durante mi próximo medio maratón podría aumentar mis pulsaciones y afectar mi rendimiento. El año pasado me había sugerido correr sin música porque incrementa los latidos del corazón, sobre todo la que yo suelo guardar en el iPod, y eso, según él, cansa.

Hasta hace poco no le hice caso, pues, sobre todo en las rutas largas, hay canciones que me ayudan a salir adelante de alguna crisis de cansancio. Me pasa seguido, por ejemplo, con “Krafty” de New Order. Pero esta carrera estaba decidido a mejorar mi marca de 1 h. 42 min. 47 seg. y decidí aplicar todas las técnicas y recomendaciones posibles para conseguirlo. Luego me enteré que buena parte del recorrido era de subidas pronunciadas y me abrí a la posibilidad de no lograrlo, aunque me propuse intentarlo con todas mis fuerzas.

La respuesta de Emilio, a quien cabe mencionar no veo hace muchísimos años y sólo muy de vez en cuando intercambiamos correos, tardó poco en llegar:

“No sé si te vas a morir o si vivirás cien años, pero aquí son las ocho de la mañana y acabó de despertar. Está muy loco esto, pero soñé precisamente contigo, que estábamos en un bar y me preguntabas algo, no recuerdo qué. Después, ya en otro lugar, yo le preguntaba otra cosa a mi amigo y sensei de maratones y ultramaratones, quien en la vida real es el entrenador del equipo paralímpico de triatlón de Inglaterra y que es conocido por incluir meditaciones en sus entrenamientos y pruebas. Tampoco me acuerdo de la pregunta, pero voy a consultarle lo tuyo y te cuento. Mientras, yo te sugiero que lo intentes, pero sobre todo que en tu interior vayas en silencio y que de cualquier sonido hagas un mantra. Sabes que yo soy “muy golpe de pecho” cuando se trata de mezclar música y esfuerzo, pero a lo mejor unos mantras suaves no afectan”.

Su contestación me impactó y me llenó de esa confianza que suele invadirme cuando me ocurre algo inexplicable, como esto, lo cual me confirma que hay tantas cosas que no vemos, distintas dimensiones, universos sutiles y profundos vínculos entre las personas. Entonces grabé dos cantos de Gurumayi Chidvilasananda que me gusta oír desde hace más de quince años y al final agregué parte de la 9ª sinfonía de Beethoven para sumar, con esas tres canciones, prácticamente la hora y cuarenta minutos que pretendía hacer de la línea de salida a la meta.

La verdad es que me propuse hacer menos.  Únicamente había un problema: tenía un dolor en la rodilla izquierda que dos días antes era intenso tras ocho kilómetros de series de fartleks. A pesar de los desinflamatorios que me autoreceté y de las bolsas de hielos que constantemente me puse, llegué resentido al domingo. Una persona más normal y consciente se habría abstenido de correr, pero yo, después de dudarlo unos momentos, me hice a la idea que estaría bien y evité pensar en el asunto. Quería estar ahí, ser parte de ese río de personas, de esa corriente humana que fluye.

Llegamos por fin puntuales, Mayu mi esposa, Luis su primo y yo a la cita, y a las 7:10 AM comenzó a correr el tiempo de nuestros chips. Primero fui en calma para medir cómo iba y no sentí mayor molestia. Al segundo kilómetro aumenté el ritmo y al tres surgió muy leve el dolor. Ya con el cuerpo más entrado en calor, la molestia casi desapareció y continué un poco más rápido. Avanzaba a buen paso, considerando sobre todo que la inclinación incrementaba a cada metro. En coche, Virreyes parece plana, pero a pie uno se da cuenta que no lo es.

Varios gritaban en medio del esfuerzo para darse ánimos y transmitírnoslos a los demás, otros cuantos mejor caminaban para resistir todo lo que faltaba y yo continuaba con mi música y la respiración muy tranquila.

Van un par de carreras en las que mi conexión con la gente es casi nula, las primeras veces lloraba de la emoción, suspiraba, sollozaba, y ahora desconozco qué me ocurre que no siento mucha fraternidad y estoy especialmente concentrado en mí durante buena parte del recorrido, repitiendo mis instrucciones para reconectarme. A lo mejor es porque al principio no llevaba prisa, de repente ni siquiera me ponía reloj y no pensaba en tiempos o mucho menos en romper mis marcas. Vaya, nunca las apuntaba o las tomaba en cuenta. Las prisas nos apartan de las emociones, aunque pueden acercarnos a los récords, que también son estimulantes.

No dejaba de rebasar corredores, apenas unos cuantos me dejaban atrás, por ahí del kilómetro ocho me sentía entero, increíble, veloz, inspirado, sumergido en ese estado mágico al que me transporto exclusivamente cuando corro, medito o, también, en los instantes de la vida diaria, por ejemplo, la sonrisa de mis hijos, en los que descubro el sentido de existir.

De pronto, entre la multitud sobresalió un gigante, una torre humana, un auténtico coloso que rozaría los 2.50 mts. de estatura. Jamás vi, hasta aquella mañana, persona de ese tamaño, un titán de carne y hueso. Y enseguida apareció un hombre en silla de ruedas, quien con la fuerza de sus brazos se desplazaba como un coche antiguo de carreras por la Autopista Panamericana, todo un superhéroe, igual que el viejito de setenta y tantos años en muletas que me he encontrado más de una vez en estos eventos. Cuando voy atento me topo con personajes increíbles.

Mis pensamientos se encaminaron a la oficina, a varios proyectos en puerta, a campañas que me ilusionan, en las que puedo explayarme y hacer lo que me gusta, proyectos en los que aporto algo de mí, pizcas de mi esencia, trabajos con los que de cierta forma me materializo. Reproduje varias ideas y también la pieza que creamos para Chivas, con la que me emocioné.

Continuaba el ascenso, algún trayecto corto de pronto era plano. Sin embargo, llevábamos casi doce kilómetros de constante subida. Entonces sí empecé a padecer la rodilla, la molestia se volvió aguda y realmente insoportable en una de las bajadas que prosiguieron. Sentía un dolor agudo en la parte exterior de la rótula y, a pesar de que mi respiración y mi resistencia estaban intactas, estuve a un pensamiento de detenerme.

Continuaba el ascenso, algún trayecto corto de pronto era plano, sin embargo llevábamos casi doce kilómetros de constante subida. Entonces sí empecé a padecer la rodilla, la molestia se volvió aguda y realmente insoportable en una de las bajadas que prosiguieron. Sentía un dolor agudo en la parte exterior de la rótula y, a pesar de que mi respiración y mi resistencia estaban intactas, estuve a un pensamiento de detenerme, especialmente al recordar el viacrucis de rodillas que sufrió Kevin Egan, un buen y viejo amigo.

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Me preocupaba provocarme una lesión de consecuencias pero simultáneamente sentía un deseo inaplazable de llegar al final, corría magníficamente y no tenía la mínima intención de parar. Incluso con el dolor corrí sin bajar la velocidad y me serenaba que en las superficies lisas era casi imperceptible. Desde mis adentros pedía auxilio para llegar al final, “por favor, sólo unos kilómetros más hasta la meta, ayúdame”. Dentro de mí brotaba un anhelo grandísimo de continuar, no quería que esto terminara a la mitad del camino, quería a como diera lugar seguir hasta el último.

Pero cuando comenzaron las bajadas de verdad, terriblemente pronunciadas, caí en cuenta que lo último puede ser el siguiente paso, ese puede ser el final, tal como sucede en la vida, donde no sabes hasta dónde llegarás, pues, no importa que se te desborden las ganas de permanecer, tu existencia puede concluir ahora mismo.

A partir de que nacieron mis hijos le temo un poco más a la muerte, anhelo verlos crecer, protegerlos, acompañarlos, gozarlos, no me gustaría que me ocurra algo “antes de tiempo” y ocasionalmente imploro al cielo que me permita vivir hasta que sea viejo, hasta “el final”, aunque en la vida, a diferencia de un circuito, no existe una meta o una línea definida que ubique el final y todo puede acabar en cualquier parpadeo. Y no obstante que en las carreras sí la hay, éstas pueden igual terminar en el momento que sea, así como en la vida, cuando ni siquiera el espíritu es capaz de reanimar al cuerpo.

En ese instante, en pleno dolor, comprendí muchas cosas y por ello me sentía pleno, eufórico, porque al detenerme podía decir que había hecho una gran carrera, así hubiera terminado en el kilómetro uno, en el diez o en el quince, lo había dado todo y esa es la esencia, dar todo de uno, en las carreras y en la vida. Y yo me había partido la madre y la rodilla.

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Los últimos dos kilómetros fueron los más rápidos de mi vida. Coincidieron exactamente con la 9ª Sinfonía y no recuerdo haber corrido de esa manera nunca, con todo mi ser, a toda velocidad, por mi esposa, por mis hijos, por mi amigo Lalo López, por mis papás y por mí, lleno de sueños, de intenciones y de redención. Me veía en la televisión, transformado en un africano, el puntero del maratón olímpico cuya entereza impresionaba al público, a los televidentes y a los locutores exhalados, quienes tras un trayecto tan largo vitoreaban mi entrega, mi ritmo acelerado y constante con todo y aquella lesión, la mejor carrera de mi vida. Un final de película.

Disfruto convertirme en diferentes personajes, y lo curioso es que ese día, en el medio maratón, me llamaba Claudio Arcos Martínez, portaba el número 3634 y quedé a ocho segundos de mi mejor tiempo. Fui un chita, no me fatigué, posiblemente los mantras redujeron mis pulsaciones y mantuvieron mi respiración en reposo. Quizá.

Disfruto convertirme en diferentes personajes, y lo curioso es que ese día, en el medio maratón, me llamaba Claudio Arcos Martínez, portaba el número 3634 y quedé a ocho segundos de mi mejor tiempo. Fui un chita, no me cansé en ningún instante, posiblemente los mantras redujeron mis pulsaciones y mantuvieron mi respiración en reposo. Quizá.

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Al cruzar la meta con 1 h. 42 min. 55 seg. levanté los brazos y de inmediato le agradecí a mi rodilla, por la que tal vez tendré que abstenerme de participar en el maratón de este año y esperar no sé cuánto para recorrer los segundos 42.195 kms. de mi vida. Pero, mientras vuelva a correr, no importa.

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