En tierra de nadie cada quien debe cuidar su metro cuadrado.


Esta mañana, como todos los domingos, fui a correr a Ciudad Universitaria. Sin embargo, este no fue un domingo cualquiera. Ayer, un supuesto policía provocó la ira de unos supuestos estudiantes y acabó por dispararle en la pierna a uno y a su perro. El judicial aparentemente terminó con el craneo roto y está grave en el hospital, quizá en un cuarto contiguo al del joven que hirió de bala segundos antes. El caso es que todo el día de ayer y durante la noche hubo un interminable despliegue de patrullas y oficiales en los alrededores.

Vivo muy cerca de la universidad, para ser preciso, a siete minutos corriendo a un ritmo poco abajo de los cinco minutos por kilómetro. Sobre Insurgentes, a las 7:50 AM permanecían varias decenas de policías, unos cuantos dirigían el tráfico y los demás veían con cara de pocos amigos a los pocos civiles que pasábamos por ahí. Enseguida imaginé a mis padres diciéndome: “¡No vayas por favor, cómo se te ocurre, es muy arriesgado!”.

Los papás nunca dejarán de cuidar a sus hijos y de advertirles de los peligros de la vida aunque éstos sean ya todos unos adultos, siempre harán lo que esté en sus manos para que los suyos estén bien. Por eso es que quiero hacer algo por este país: por los míos. Todas las madres y los padres de México necesitamos hacer algo, por nuestros hijos. Y si no tenemos hijos, por nuestros padres. Como sea, es momento de hacer algo.

Al llegar a Eje 10 el convoy de camionetas, “julias” y coches de la Secretaría de Seguridad Pública del DF con las torretas encendidas me resultó amenazador. No alcancé a contar el número de vehículos ni de uniformados pero vi muchos. En algún momento pensé que uno se interpondría en mi camino para impedir que siguiera adelante, pero no.

En la primera avenida de CU a la izquierda, que es la de la Facultad de Filosofía y Letras, la cosa pintaba feo. No se veía un alma y a media calle estaba la estructura arrancada de una parada del Pumabus, además de otras barricadas y restos de fogatas todavía humeantes que despedían un intenso olor a plástico, impidiendo el paso de automóviles e intimidando a cualquiera. Aquello me hizo concluir que estaba en tierra de nadie.

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El escenario para correr definitivamente no me gustaba, pero la verdad es que yo más bien fui a descubrir con mis propios ojos qué ocurría ahí adentro, así que decidí continuar y trescientos metros después me topé al primer y único grupo de encapuchados que vi durante todo el trayecto. Las capuchas las tenían en la mano y otros a un lado de ellos en el pasto. Estaban sentados en el camellón con la misma cara de pocos amigos que los policías con que me crucé minutos antes. Debo decir que con ninguno de los dos sentí precisamente miedo, sino, mejor dicho, algo de nerviosismo y, especialmente, intriga.

Con tantas versiones, rumores, historias y puntos de vista, por lo menos yo ya no estoy seguro quién es quién, cuáles sí son estudiantes y cuáles infiltrados, si los que causan incendios y destrozos reclaman auténticamente justicia o si se trata más bien de vándalos contratados por no sé cuáles partidos políticos –que más bien parecen grupos de choque– para desestabilizar el país, la ciudad, los municipios y para generar toda esta confusión que gira en mi cabeza y posiblemente en la de muchos. Ya no sé qué es verdad y qué no, qué es montaje, qué es real y qué es manipulación; lo único que sé es que este país necesita cambiar, que es apremiante que evolucionemos los mexicanos, que ni en Iguala ni en ningún lado puede volver a desaparecer gente, sea quien sea, que los responsables deben pagar, que los funcionarios públicos deben cumplir su trabajo y nunca más engañarnos, que su compromiso, sean quien sean, es exclusivamente con el bien común y no con sus despreciables intereses políticos. Eso es lo único que sé.

Yo iba con una camiseta amarilla fosforescente que suelo ponerme cuando recorro distancias largas porque es de las únicas que no me rozan la piel, y desde que los desencapuchados me vieron en sentido hacia ellos no me quitaron la mirada de encima ni pronunciaron palabra alguna hasta que estuve junto a ellos y les dije “buenos días”, igual que a los temibles policías instantes previos. Soy un convencido de que el origen de la unión es el contacto de las miradas y un “hola”.

Los aproximadamente diez presuntos activistas, o anarquistas, no lo sé con certeza, correspondieron a mi saludo y ya cerca de ellos, sin sus máscaras, me parecieron personas absolutamente normales, comunes y corrientes, como seguramente lo son los políticos, los policías, el individuo que sea o incluso uno mismo al desenmascararse, cuando abandonamos cualquier papel y volvemos a ser exclusivamente un ser humano que entra en contacto con otro.

Y eso es precisamente lo que creo que necesitamos todos, quitarnos las máscaras, las capuchas, los lentes Ray-Ban oscuros, el miedo, el resentimiento, la corrupción, la complicidad, los prejuicios, las gorras y cachuchas. Hay que desnudarnos, que venga Tunick a hacer una foto de todos juntos encuerados, policías, estudiantes, políticos, narcotraficantes, empresarios, reporteros, Joaquín López Dóriga, Lolita Ayala, jueces, ministerios públicos, escritores, músicos, creativos, sacerdotes, monjas, rabinos y cualquiera que crea en la reconciliación, en la posibilidad, en lo bueno de nuestro país, de la gente. Es hora de vernos de nuevo a los ojos, de cedernos el paso, de agradecernos, de ayudarnos, de responsabilizarnos de lo que nos corresponda y de ocuparse cada quien de su metro cuadrado, de transformar el espacio, la atmósfera y el entorno que nos pertenece a cada uno para que cohabitemos otra vez en paz.

Conforme me adentré en Ciudad Universitaria el paisaje comenzó a volver a la normalidad. Las calles lucían limpias, los pájaros trinaban y los corredores y ciclistas, aunque en menor medida que de costumbre, aparecían poco a poco. Uno que corría a muy bien ritmo en dirección a mí, curiosamente fijó sus ojos en los míos, como casi nunca me sucede, y me dijo “hola”, una simple palabra que me devolvió la esperanza y me emocionó. Entonces me sacudí el sudor y los pensamientos negativos, el repudio, el hartazgo y en silencio imploré que brotaran de mí las buenas intenciones y se desintegrara el miedo, los malos deseos y la violencia. Y a partir de ahí me dediqué a decirle “hola” a cada persona con la que me encontré en el circuito que tanto disfruto correr los domingos.

Sigamos el ejemplo de los padres de los normalistas desaparecidos, clamemos justicia pero contengamos la rabia y los impulsos violentos, no permitamos que nos provoquen, nos confronten o nos engañen. En estos tiempos de confusión es importante tener claros los sentimientos y escuchar las corazonadas. Convirtámonos en una sociedad consciente pero pacífica, exijamos a las autoridades, a los partidos, denunciemos a los criminales, a quienes tiran basura, a los que ensucian el alma de este país. Manejemos bien, respetemos los señalamientos y conduzcámonos con orden y ética, seamos honorables y prediquemos con el ejemplo, porque nuestros hijos nos observan con mucha atención y tarde o más temprano de lo que imaginamos, van a imitarnos, así que enseñémosles que los nuevos súper héroes son los hombres y las mujeres transparentes.

Es la hora de la verdad, es el tiempo de ser auténticos.

En tierra de nadie cada quien debe cuidar su metro cuadrado was originally published on FJ KOLOFFON


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